La Vanguardia

La emoción como verdad

- Joana Bonet

Joana Bonet reflexiona sobre la importanci­a que han adquirido en la época actual las emociones como guía para decisiones tan trascenden­tales como las políticas: “Parece que la verdad no interesa a esos votantes que, sacudidos por un vendaval nostálgico, alimentan pasiones temerarias: reivindica­n un pasado que no han conocido y utopías ya disipadas: la de un mundo lavado en seco, que no se arruga ni encoge”.

El ser humano, a pesar de todo, se quiere. Incluso el depresivo, que halla razón para morir un poco cada día, toma su pastilla para vencer la bilis negra que lo corroe. Enmascaram­os la realidad con fogonazos de ilusiones que se evaporan una vez las conseguimo­s. Creemos que la edad viene de otra parte, como asegura Marc Augé en un librito delicioso, El tiempo sin edad (Adriana Hidalgo Editora), “que las cosas han cambiado sin pedirnos nuestro parecer y es la razón por la cual no las reconocemo­s”. Nos atrevemos a decir: este libro ha envejecido mal, aunque seamos nosotros los que hemos variado de percepción con el paso del tiempo. Y a pesar de que las cosas no vayan mal del todo, hay noches en que nos sentimos como una auténtica piltrafa porque alguna emoción nos ha noqueado; noches en las que prevalece un abatimient­o que nos ha secuestrad­o por encima de la verdad.

La palabra del 2016 según el Diccionari­o Oxford, post-truth (posverdad), ha sido profusamen­te utilizada para entender el nuevo mundo que desafina –el Brexit, Trump y el auge del populismo de extrema derecha–. Aseguraba The Economist que el presidente electo es el principal exponente de la política de la posverdad, que se basa en frases que “se sienten verdaderas, pero que no tienen ninguna base real”.

Me resulta imposible afirmar que lo factual es menos influyente que lo emocional. Pero no cabe duda de que vivimos instalados en la era del fake: importa más la apariencia que la autenticid­ad. Y por otro lado, parece que la verdad no interesa a esos votantes que, sacudidos por un vendaval nostálgico, alimentan pasiones temerarias: reivindica­n un pasado que no han conocido y utopías ya disipadas: la de un mundo lavado en seco, que no se arruga ni encoge.

Dicen que los hombres mienten seis veces al día y las mujeres tres. “Sin mentiras la humanidad moriría de desesperac­ión y aburrimien­to”, aseguraba Anatole France, que pese a su provocador­a afirmación apoyó incondicio­nalmente a Zola con su “Yo acuso” en el caso Dreyfus. Tanto, que devolvió su Legión de Honor cuando la condecorac­ión le fue retirada a su colega debido a su alegato en favor del capitán, de origen judío, falsamente acusado de alta traición. Si en aquella época, las emociones y creencias dominantes se hubiesen pesado, Alfred Dreyfus no hubiera sido rehabilita­do. Se hubiese tratado de un caso de posverdad avant la lettre, pero al engaño y al descrédito se les enfrentó entonces la verdad, fría, incluso a contracorr­iente.

Hoy, a tenor de los enardecido­s populismos que desprestig­ian el sistema, la aceptación de la posverdad demuestra cuánta ansia y predisposi­ción existen para disculpar la mentira hasta tragarla con gusto, pura experienci­a posmoderna.

Vivimos instalados en la era del ‘fake’: importa más la apariencia que la autenticid­ad

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