La rabia de la clase media
La victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas evidencia la existencia de unas fuertes tendencias de fondo que se oponen al progreso tecnológico y sus consecuencias. Mientras sectores de la economía tradicional como las petroleras o las farmacéuticas reaccionaban al alza, los valores del Nasdaq caían. Silicon Valley apostó fuerte por Clinton. Y perdió. Como lo hizo también la City de Londres por la permanencia en la Unión Europea. Ambos perdieron frente a la reacción de las clases medias postergadas por la revolución tecnológica y la globalización. Los varones blancos de Pensilvania, Michigan y las Midlands votaron de forma apabullante en contra de la propuesta de las élites económicas e intelectuales, generando un coro de voces que chirrían a los oídos de las mentes ilustradas.
Es evidente que quienes capitanean la revolución tecnológica y el proceso de globalización, tanto desde el punto de vista empresarial como intelectual, se enfrentan a una marea social resistente al cambio. Los sólidos argumentos que muchos compartimos no convencen a los que se sienten dejados de lado por el proceso. Para explicarlo podemos acudir a un popular juego de la teoría económica. A una persona le dan 100 euros para que los distribuya con otra. Si el segundo acepta la distribución, cada uno se queda con lo suyo. Si no lo hace, ambos se quedan sin nada. La concepción racional utilitarista nos diría que el segundo se conformará con cualquier reparto, antes de quedarse sin nada, por lo que lo lógico será que el que hace el reparto le entregue un euro, quedándose con el resto. Pero en la realidad eso no es así. Si la oferta es muy baja, el receptor prefiere que ambos se queden sin nada a quedar como un ingenuo. Lo normal es que se llegue a repartos al 50/50 o muy cercanos a la paridad.
Las clases medias empobrecidas que perciben no van a participar significativamente de los beneficios de los cambios en curso prefieren romper la baraja a aceptar solo las migajas. Su momento es el de las votaciones –y tal vez ésa es la razón del sistemático fallo en las encuestas–, el momento personal en el que se rechaza la oferta aun a conciencia de que lo que se está votando es peor para todos.
Puede ser que el flujo populista dure apenas unos años y pronto celebremos la victoria de un presidente progresista en EE.UU. Pero también puede ser que sea el inicio de un proceso que domine todo el siglo XXI, como ya sucedió en lo que Hobswan denomina “el siglo XX corto” (1914-1989). La revolución tecnológica seguirá. Aunque Google, Facebook y Tesla sufrirán inicialmente la reacción autárquica, se adaptarán al nuevo entorno. Pero si no somos capaces de repartir con equidad los beneficios de este nuevo maná, el populismo se adueñará de nuestros sistemas políticos y pondrá en jaque la gobernanza global y los logros sociales de los que nos sentimos más orgullosos.
La revolución tecnológica y el proceso de globalización se enfrentan a una marea social resistente al cambio