Abusar de la figura de Churchill
Un busto de bronce de Winston Churchill que se exhibe en la Casa Blanca desde los años sesenta ha sido objeto de constantes mentiras por parte de la derecha en Washington. Se dice que cuando Obama entró en ella lo devolvió a la embajada británica, supuestamente queriendo dar a entender con ello su odio a Inglaterra. De hecho, Obama no hizo tal cosa: el busto sigue estando en la residencia de la Casa Blanca, donde siempre ha estado excepto por un breve periodo cuando estaba en restauración. Pero Obama habría hecho bien en retirarlo. El culto a Churchill no ha sido del todo beneficioso para Estados Unidos. A demasiados presidentes les complace verse como los verdaderos herederos de Churchill. Bush tenía un busto del estadista británico en el despacho oval que Tony Blair le había prestado. Quería dar la imagen de un “presidente de guerra”, un “tomador de decisiones” y un “gran líder” como Churchill.
Nigel Farage, el compinche británico de Donald Trump y exlíder del UKIP, le sugirió volver a poner el busto en el despacho oval, lo que a Trump le pareció una idea espléndida. Trump es la figura menos idónea para presentarse como un émulo de Churchill. En la medida que tenga una postura coherente sobre algo, es hostil a casi todo lo que Churchill representó. Su planteamiento de “Estados Unidos primero”, distante de sus aliados occidentales, es exactamente el tipo de actitud contra la que Churchill y Roosevelt lucharon para lograr resistir al Tercer Reich.
El verano previo al ataque japonés sobre Pearl Harbor, del que este mes se cumplen 75 años, Churchill y Roosevelt se reunieron en la bahía de Placentia, en Terranova, para hablar sobre sus ideas para un mundo de posguerra. Su resultado, la Carta del Atlántico, incluía todo lo que Trump parece rechazar: reducción de las barreras aduaneras, cooperación económica e impulso al bienestar social.
Tras la derrota de Hitler, Churchill también fue uno de quienes propusieron la unificación europea, aunque su postura sobre el papel del Reino Unido en la futura unión era ambivalente. La campaña de Farage por el Brexit, que a menudo imitó la propia retórica de Churchill en tiempos de guerra sobre la gran hora de su país en defensa de la libertad contra la tiranía, buscaba desmantelar el mismo proyecto que este impulsó.
La “relación especial” entre EE.UU. y Gran Bretaña, nacida durante la Segunda Guerra Mundial, nunca fue tan sustancial como Churchill y otros gustaban de creer. Estados Unidos, como potencia predominante del mundo de posguerra, buscaba impulsar sus propios intereses, les gustaran o no a los británicos. Y el orgullo británico de haber resistido solos a la Alemania nazi, junto con su noción de ensalzamiento propio por ser el socio especial de los estadounidenses, ha impedido al Reino Unido desarrollar todo su potencial como miembro clave de la UE.
Mientras Obama advirtió que un Reino Unido fuera de la UE quedaría al final de la fila de la negociación de acuerdos comerciales especiales, el presidente de la Cámara de Representantes, Paul Ryan, declaraba que Estados Unidos debía llegar rápidamente a un nuevo acuerdo con Londres para mostrar “solidaridad” con un “aliado indispensable”.
Esta ternura especial de EE.UU. hacia la Gran Bretaña del Brexit sugiere más bien la solidaridad de dos países que se embarcan en sus propias formas de nacionalismo económico. Es justo la ruta que Churchill y Roosevelt intentaron eludir. Puede que el amor de Trump al Brexit no sea más que palabras, como tantas otras cosas que atañen a este gran hombre espectáculo. Cuesta imaginar que EE.UU. ponga en riesgo sus propios intereses económicos para favorecer a Gran Bretaña a costa de apuestas mayores en el resto de Europa.
Pero las palabras sí importan, como bien sabía Churchill. Todas estas declaraciones sobre siniestros banqueros internacionales y otros “ciudadanos de ningún sitio” (según frase de la primera ministra británica May) que socavan, en connivencia con las élites liberales carentes de raíces, a la gente “común y corriente”, “real” y “decente” (Farage) suenan como la propaganda antisemita que recorrió Europa en los años treinta. Y es fácil imaginar la respuesta de Churchill a los flirteos de Trump y la extrema derecha europea con la Rusia de Putin.
Esto no significa que Churchill siempre haya estado en lo correcto, por no cuestionar que haya sido una figura que imitar. Era el hombre adecuado en 1940 para elevar la moral británica, pero no es un modelo de político para tiempos menos peligrosos. Su visión colonialista ya estaba desfasada antes de la guerra y se convirtió en un racismo anacrónico tras ella. Pero no era mezquino ni provinciano. Al menos en lo referente al mundo occidental, puede que su visión haya sido romántica, pero no carecía de una c erta nobleza. No es posible decir lo mismo de Trump. Churchill se habría estremecido de horror ante la idea de Trump recibiendo consejos de Farage con su busto como tótem.
Churchill se estremecería de horror ante la idea de Trump recibiendo consejos de Farage con su busto como tótem