El síndrome de los expresidentes
La dirección de los partidos por jefes carismáticos comporta el peligro de convertir en campos de batalla las estructuras que dejan cuando se van. Qué obsesión tan arraigada en los personajes públicos de sentirse imprescindibles o querer escribir ellos mismos las crónicas políticas para que la historia los trate como héroes o como estadistas.
Ni es mejor político el que más tiempo gobierna ni el que después de abandonar el poder se cree en la obligación de seguir interviniendo en las cuestiones de carácter público. Su tiempo al frente de un país ya pasó. Ahora hay otros que gobiernan en circunstancias distintas. Bien o mal, son otros.
Felipe González, Jordi Pujol y José María Aznar están en la historia. Cada uno será sometido a las revisiones periódicas que se van a hacer de sus respectivas figuras. Pueden opinar, naturalmente, de todo pero sus posicionamientos no tienen gran valor.
El emperador Marco Aurelio, allá por el siglo II, escribía en sus meditaciones en una tienda de campaña en los alrededores de Viena: “El tiempo es un río y una corriente impetuosa de acontecimientos. Apenas se deja ver cada cosa, es arrastrada; se presenta otra y esta va a ser también arrastrada”. Fue un sabio con destellos de filósofo que reflexionaba sobre lo efímero del poder y la ingratitud de los recuerdos de la posteridad.
Que José María Aznar abandone la presidencia de honor del Partido Popular porque está en desacuerdo con la política de Mariano Rajoy es tan cómico como irrelevante. Hay que recordar que fue él mismo quien lo designó a dedo en una terna en la que estaban también Rodrigo Rato y Jaime Mayor Oreja. Nada de primarias. Se despachó la sucesión a lo largo de un almuerzo.
Aznar puede volver a la política, fundar un partido o remover las aguas del posible descontento en el seno de la formación de la que es un simple militante. Que produzca papeles desde su fundación, que viaje y que se encuentre con viejos amigos como Tony Blair y George W. Bush. Pero ha entrado en la nómina de los particulares, ilustres si se quiere, pero particulares.
Lo mismo cabe decir de Felipe González y de cuantos se mueven en el entorno de barones que fueron pero ya no tienen responsabilidades para destituir y designar líderes. Sus reflexiones son muy valiosas, pero sólo reflexiones. Los expresidentes norteamericanos se dedican a dar conferencias, organizar sus archivos personales y practicar las actividades que les vengan en gusto. Lo mismo ocurre con los políticos británicos, alemanes o franceses. Pueden volver, Sarkozy lo ha hecho, pero se retiran cuando ya no gozan del favor en las urnas.
El caso de Jordi Pujol es distinto. No habla porque él y su familia están pendientes de las decisiones de los jueces. También fue un político carismático que ha dejado un séquito en desbandada en busca de una identidad perdida.
Ni es mejor político el que más tiempo gobierna ni el que quiere intervenir en un tiempo que ya no es el suyo