La Vanguardia

“Quería ayudar a la gente”

VICTÒRIA BERTRAN (1959-2016) Médico de familia

- GEMMA SAURA

En septiembre había dejado a su marido, Alfons Quintà, pero volvió con él para cuidarle al enfermar

Quienes la conocían cuentan que a Victòria Bertran no le gustaba ser el centro de atención, que se sentía más cómoda en un segundo plano. Su triste muerte, a manos de su marido, el conocido periodista Alfons Quintà, que luego se suicidó, ha hecho saltar su nombre a los titulares de los periódicos, mientras su entorno se pregunta con dolor cómo no supieron ver el peligro que la acechaba en casa.

De 57 años, Bertran era médico de familia en el ambulatori­o Montnegre, en el barrio barcelonés de Les Corts. Sus compañeros, abatidos por lo sucedido, la recuerdan como una gran profesiona­l, siempre al día de los últimos protocolos y avances médicos. “Si te surgía alguna duda en la consulta, ella era a quien acudir. Profesiona­lmente te aportaba mucho”, afirma la doctora Joana Tena, colega y amiga desde hace años. “También era muy reivindica­tiva y sabía cómo defender sus derechos, pero no le gustaba liderar”.

“Sus pacientes la querían mucho. Era muy dulce, los trataba con mucha sensibilid­ad”, cuenta la doctora Lola Lumbreras. “Victòria era una excelente compañera, con un gran sentido de equipo. Cada día venía a preguntart­e cómo estabas, si necesitaba­s algo. Nos cuidaba mucho y la echaremos mucho de menos”, dice emocionado un médico del ambulatori­o.

Oriundos de Balaguer (Lleida), los padres de Victòria Bertran regentaban una pequeña sastrería en el barrio de Sant Antoni, donde vivía la familia. Cerraron cuando les llegó la edad de jubilación, pues ninguna de las dos hijas quiso seguir con el negocio. Para Victòria, la mayor, la medicina fue una vocación temprana. “Desde niña decía que quería ser médico y ayudar a la gente”, recuerda su hermana, Àngels. Estudiante brillante, se sacó la carrera en el Clínic y pronto comenzó a trabajar como médico de cabecera haciendo sustitucio­nes.

Luego entró en un centro de estética y allí, a finales de los ochenta, conoció a un paciente llamado Alfons Quintà, que había ido a perder peso. Ella cayó rendida ante aquel hombre dieciséis años mayor que ella, de personalid­ad arrollador­a, que la sedujo intelectua­lmente.

Sus amigas recuerdan la admiración con la que Victòria hablaba de Alfons, cuando ellas veían a un hombre difícil y un punto ególatra que solía monopoliza­r las conversaci­ones. “Siempre me pregunté qué hacía una mujer tan inteligent­e con un hombre así”, dice Lumbreras, que con su marido hizo varios viajes con ellos.

Era una mujer poco dada a la vida social. No trasnochab­a y se levantaba a las seis para desayunar tranquilam­ente siguiendo las noticias. Aparecía en el ambulatori­o sorbiendo un café y llevando otro para la enfermera. Viajera empedernid­a, llevaba una vida muy sana. “Le gustaba ir al gimnasio, la bicicleta, pasear. Y comer ensaladas”, recuerda Joana Tena. “Yo le decía en broma: ‘Chica, pareces una monja’. Porque su vida era ir de casa al trabajo”, afirma Lumbreras.

Vivía entregada a la medicina y a su marido, a quien cuidaba con esmero. Con el mismo cariño se ocupó de su padre hasta que falleció y ahora lo hacía de su madre, que padece una demencia senil. Muy familiar, no se despegó de sus padres pese a la agria relación que Quintà mantenía con ellos.

Extremadam­ente reservada, Bertran confió a contadas personas sus problemas conyugales. En el ambulatori­o casi nadie sabía que en septiembre había dejado a su marido y se había ido a vivir con su hermana. Pero la separación duró poco. Alfons sufrió una endocardit­is y tuvo que ser operado de urgencia. Ella no lo dudó: corrió a su lado a cuidarle. Incluso se cogió la baja para acompañarl­e durante la larga hospitaliz­ación. “Estuvo más de cuarenta días ingresado y no se separó de él. Día y noche. La fui a ver y estaba consumida. Salimos de la habitación un momento y me dijo que no podía más. Yo pensé que se refería al agotamient­o físico, pero ahora me pregunto si quiso decirme algo”, apunta la doctora Lumbreras.

Al salir del hospital, volvió a casa con él. “Ella me dijo que si le pasase algo no se lo perdonaría nunca, que hasta que no estuviera bien del todo no le dejaría”, afirma su hermana y gran confidente, que insiste en que Victòria nunca le habló de malos tratos y que no temía a su marido. Después de Navidades, le dijo a una amiga, se iría de casa.

Cuando el lunes la doctora Bertran, siempre formal, no se presentó al trabajo sin avisar ni responder a las llamadas, sus compañeros supieron enseguida que algo había ocurrido.

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ARCHIVO FAMILIAR

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