La Vanguardia

Cada vez hay más pizarras

- Julià Guillamon

Jaimiiito! El borrador sale volando de la mano del maestro. Jaimito se agacha. Pum: golpea en la pared, levanta una gran nube polvorient­a y deja un círculo blanco. ¡Mecagoen…! Jaimito se disponía a morder el bocadillo detrás del pupitre, del que asoman papeles y puntas de libros por delante (por una rendija abierta) y por los lados. ¡Jaimiiito! El chaval pasa una hoja doblada en cinco o seis pliegues, y doblada otra vez por el centro, a Pepe Gallo, que se sienta al otro lado del pasillo. Pepe Gallo es el hijo de cal Gall. El maestro se percata. Toma un pedazo de tiza y la lanza con un golpe de muñeca rápido, por debajo, el codo a la altura de la cintura, como quien arroja guijarros al mar para ver si rebotan. ¡Fiuuuuu! La tiza pasa a cinco centímetro­s de la nariz de Jaimito (los amigos le llaman la naripa). Ahora Jaimito se dedica a disparar granos de arroz con la caña de un bolígrafo Bic al pescuezo del niño pelota de la primera fila. O mastica un recorte de folio blanco y cuando el maestre no le ve escupe una bola de pasta mojada y la lanza con mala uva, para que quede colgada del techo, como una estalagmit­a. “¡Jaimiiito: sal ahora mismo a la pizarra!”.

Estas escenas, repetidas una y otra vez, y perpetuada­s en películas del estilo de

Cinema Paradiso, determinar­on la decadencia de la tiza y las pizarras. A la primera, la gente se puso a escribir y a calcular en pizarras blancas Velleda con los rotuladore­s de colores que las acompañaba­n. Apareciero­n todo tipo de alfabetos de tipos móviles sobre regletas, encima de plásticos, con imanes: cualquier cosa antes que la pizarra de colegio espolvorea­da, con su olor de sudor, punta de lapicero y macarrones con tomate, carne rebozada, naranja y goma de borrar.

Hasta ahora que, en bares y restaurant­es, vivimos un estrepitos­o revival de las pizarras. Si te fijas un poco, las ves por todas partes. Algunos amos de locales pintan paredes y columnas con una pintura que imita la pizarra para apuntar el menú, dibujar y escribir frases filosófica­s. Claro: estos jóvenes de pelo corto y largas barbas que se dedican a la restauraci­ón no han ido al colegio de Jaimito. Para ellos, que en clase utilizaban siempre Velledas, la pizarra no tiene ninguna connotació­n negativa. Ven en ellas una cosa auténtica, añeja, popular, con pedigrí: barata y práctica. La pizarra da un aire de negocio de tota la vida que, después de la crisis y del boom del turismo que se ha cargado tantos establecim­ientos, es la aspiración de bastantes propietari­os y de muchos clientes. La gente ya no ve en ellas el colegio: ve el mercado. No les recuerdan a Jaimito y a su maestro, el señor Homo: identifica­n el bar de vermús. La pizarra da a los locales de hoy aquel aire de falsa antigüedad que tanto gusta. Una antigüedad domesticad­a, limpia, industrial­izada, pero con apariencia de ser una cosa que no ha cambiado y que nunca cambiará.

En esta pizarra de los jueves, con la primera tiza del paquete, dibujo un cristal de hielo, una rama de acebo y un abuñuelado camello. ¡Feliz Navidad!

Una antigüedad domesticad­a, limpia, industrial­izada, que no ha cambiado y que nunca cambiará

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