Un futuro sin coche
Ignacio Martínez de Pisón defiende las medidas tomadas en Barcelona y Madrid para retirar el automóvil de sus centros urbanos: “Al igual que lo hacen el cangrejo americano o el mejillón cebra, el coche se instala en un ecosistema que no le es propio y lo deteriora de forma irreversible. Ahora nadie discute que la ciudad debe protegerse a sí misma. Pero esa protección no puede quedar limitada a los centros históricos: las medidas que benefician a un barrio no tienen por qué no beneficiar al resto”.
Me saqué el carnet de conducir tan pronto como tuve la edad para hacerlo: el de moto once días después de cumplir los dieciséis años y el de coche veinte días después de los dieciocho. Los de mi generación teníamos prisas por hacernos mayores, y esos exámenes eran como pruebas de iniciación, etapas ineludibles en el camino hacia la madurez: si a los dieciséis conducías una motocicleta, es que habías dejado de ser un niño, y, si a los dieciocho conducías un coche, es que te habías convertido en un adulto. Del asiento trasero, el de los niños, habías pasado al asiento del conductor, el del cabeza de familia: sentarte al volante de un coche era desbancar a tu padre, convertirte un poco en él.
Los coches y las motos suelen identificarse con la libertad. La publicidad siempre ha abusado de esa metáfora: el paisaje virgen, el rumor de la brisa, la larga carretera sin tráfico, el conductor solitario. Luego resulta que la realidad es mucho más prosaica, pero eso no te importa cuando tienes dieciocho años. Entonces agarrar el volante del coche equivale a coger las riendas de tu vida, decidir por ti mismo en todo lo que te afecta, sentir que nada ni nadie puede estorbarte. Sin límites: así es como uno quiere imaginarse a sí mismo a esa edad, y es cierto que en aquellos años el coche nos ayudó a escapar a nuestros propios límites.
Estoy hablando de una época en la que España era un país atrasado y medio rural, con unas comunicaciones verdaderamente deplorables. Los transportes públicos eran tan precarios que renunciar al carnet de conducir y al vehículo propio se consideraba poco menos que una extravagancia. Treinta y tantos años después, las cosas han cambiado y el examen de conducir no parece estar entre las prioridades de los jóvenes. No al menos de los jóvenes urbanos, que saben que siempre habrá un autobús o un tren o un metro que les llevará donde quieran ir. Muchos de ellos probablemente nunca se plantearán tener coche porque no lo necesitarán. Yo mismo hace tiempo que dejé de necesitarlo y me desprendí del mío. Con una red de transportes públicos como la que tenemos los que vivimos en el centro de Barcelona, el coche se había convertido en un trasto inútil, y últimamente sólo lo cogía para asegurarme de que no se le descargaba la batería. El coche, que en mi juventud fue metáfora de libertad, ya sólo era sinónimo de esclavitud y servidumbre.
Por estas fechas, en todas partes suele haber restricciones al tráfico rodado, con los consiguientes e inevitables debates, que se han convertido en algo tan típico de las Navidades como los villancicos o el turrón. La alcaldesa Carmena decidió cerrar al tráfico una parte de la Gran Vía madrileña y, como era de esperar, la portavoz del PP en el Ayuntamiento se apresuró a afeárselo. Esperanza Aguirre acusó a Manuela Carmena de “cochofobia”. ¡Menudo palabro! ¿De dónde lo habrá sacado? Pero, dando por bueno el espantoso neologismo, ¿no se ha dado cuenta doña Esperanza de que no son los alcaldes sino la realidad la que se ha vuelto cochófoba? En los años ochenta muchas ciudades españolas empezaron a peatonalizar su centro histórico. Se hacía un poco a escondidas, con frecuencia durante los meses de agosto para aprovechar que la gente se había ido a la playa, porque no todos los vecinos estaban de acuerdo. Como siempre, había que vencer la natural resistencia del ser humano a los cambios, que solía presentarse como la defensa de los comerciantes de la zona. Pero luego ocurría que precisamente los comerciantes, que en teoría eran los que iban a salir perjudicados, eran los que más se beneficiaban de la reforma, y así, poco a poco, las zonas peatonales han ido creciendo en todas partes y restándole espacio al coche.
Cambian las ciudades, cambian las formas de relacionarnos con el entorno, cambiamos nosotros. Yo, ahora que he dejado de ser conductor y peatón para ser sólo peatón, veo el coche como una especie invasora. Al igual que lo hacen el cangrejo americano o el mejillón cebra, el coche se instala en un ecosistema que no le es propio y lo deteriora de forma irreversible. Ahora nadie discute que la ciudad debe protegerse a sí misma. Pero esa protección no puede quedar limitada a los centros históricos: las medidas que benefician a un barrio no tienen por qué no beneficiar al resto. No estoy diciendo nada que no se haya dicho antes. En muchas ciudades europeas, el uso del automóvil particular hace años que está reservado exclusivamente a los residentes, y hay cámaras que fotografían las matrículas para identificar las de los vehículos no autorizados y mandarles la multa correspondiente. En España avanzamos en esa misma dirección. Ahora se habla mucho de esos espacios urbanos de circulación restringida que en unos sitios llaman supermanzanas y en otros almendras. No sé si son exactamente lo mismo. Lo que sí sé es que, por muchas protestas que generen al principio, esas almendras y esas supermanzanas no pararán de crecer.
El coche se instala en un ecosistema que no le es propio y lo deteriora de forma irreversible