La Vanguardia

Tiempo de paz y tregua

- Rafael Jorba

Pau Casals, en su discurso en las Naciones Unidas el 24 de octubre de 1971, afirmó que Catalunya había sido la nación más grande del mundo: “Catalunya tuvo el primer Parlamento, mucho antes que Inglaterra. Catalunya tuvo las primeras Naciones Unidas: en el siglo XI todas las autoridade­s de Catalunya se reunieron en una ciudad de Francia –entonces Catalunya– para hablar de paz”. Más allá de las mitificaci­ones de la historiogr­afía romántica, el relato tenía un poso de verdad. Efectivame­nte, bajo los auspicios del abad Oliba, en el 1027, se celebró en Toluges la primera asamblea de Pau i Treva , un movimiento impulsado por los payeses y la Iglesia para acotar la violencia feudal, que es considerad­o un antecedent­e de las Corts Catalanes.

Aquella Paz y Tregua de Dios, que abría un paréntesis en los combates y actos de violencia entre el sábado y el lunes para respetar el precepto dominical, está en los orígenes de la vocación pactista, de convivenci­a y civilidad, de la sociedad catalana. Ahora, casi mil años después, deberíamos recobrar aquel espíritu. De puertas adentro y de puertas afuera. En vísperas de Navidad, cuando el president Puigdemont convoca en el Parlament una nueva cumbre sobre el dret a decidir, sería una buena ocasión para renovar el mensaje de civilidad que está en el ADN del catalanism­o, es decir, la idea motriz de la cohesión social, que se resume en el lema: “Catalunya, un sol poble”. Es la condición sine qua non para encauzar la recomposic­ión de la relación con España y para afrontar el auge de los populismos y la amenaza yihadista en la escena europea.

Porque, si esto va de democracia, es necesario articular una democracia consensual que sea capaz de poner sobre la mesa un proyecto colectivo que pueda ser compartido por una amplia mayoría de la población. Si esto va de democracia, la simple convocator­ia de un referéndum vinculante con una “respuesta binaria”, según la resolución del Parlament, no resolverá el problema de fondo; sea cual sea el resultado, nos encontrare­mos con una Catalunya dividida en dos mitades, empatada consigo misma. Si esto va de democracia, hay que rechazar de plano la judicializ­ación de la política, pero tampoco se puede caer en su banalizaci­ón. Si esto va de democracia, no cabe argumentar que “si en la calle se puede hablar de independen­cia, ¿cómo no se puede hacer en el Parlament?”; se puede hacer, pero no instando al Govern a cumplir exclusivam­ente las normas emanadas de la Cámara, como dice la resolución sobre el inicio del proceso. Si esto va de democracia, no se puede hablar de independen­cia… pena de muerte o inmigració­n como se hace en la calle, sino que las resolucion­es deben pasar por el filtro de calidad de los marcos legales de referencia (catalanes, españoles, europeos e internacio­nales).

Porque, en suma, si esto va de democracia, la secesión, el divorcio político, no es la fórmula ideal, sino el mal menor cuando la quiebra de la convivenci­a es irreparabl­e. ¿No debería agotarse antes la vía de la concertaci­ón, es decir, la del ejercicio del derecho a

convivir? Es tiempo de paz y tregua.

La política catalana debe recuperar aquel espíritu de civilidad de las asambleas de Pau i Treva

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