La conciliación
Para empezar a ventear el recorrido de la conciliación, tendremos que estar atentos para ver si la ministra llega a las ocho a su despacho y se marcha a las seis, porque, de no ser así, suena a que se concilien otros. La credibilidad de una propuesta exige la ejemplaridad del promotor. En España, a la mayoría de trabajadores, cuyos horarios se regulan por convenios colectivos, no les afecta en principio la regulación de las horas de trabajo, dado que el empleador la tiene ya establecida. El quid de la cuestión, tanto aquí como en EE.UU., es que no se pagan las horas extra.
Bien distinta es la realidad de los directivos y sus colaboradores más próximos (incluidos consultores y auditores), pues con la puesta en marcha de la propuesta de conciliación, se acabarían costumbres ancestrales, como la de coronar las comidas con café, copa, puro (en la terraza)... y, ¡cómo no!, una ronda de pacharán; eso es lo que habitualmente sucede cuando el cónclave se extiende desde las dos y media de la tarde hasta cerca de las cinco, una sesión que, entre los hombres, se aprovecha para hablar mucho de mujeres y fútbol, poco de negocios, y nada de la familia. Otro tanto sucede con la copa al final de la jornada laboral o el compadreo after hours con el jefe, ese momento de confidencias y fecundación de ascensos; con la propuesta no vamos a saber a qué hora apagan la luz y el aire acondicionado.
A tantas anomalías horarias, que tienen vigencia universal, se añade que, entre nosotros, la tertulia –política o futbolística– más sabrosa, se sustancia ya de madrugada, con las fuerzas exhaustas y los ojos ya a media asta, a horas en que nuestros competidores llevan ya tres peleándose con el edredón.
Esta es la realidad, en vísperas de esa conciliación de la vida familiar y laboral, que pretende meter a la gente en casa a las seis de la tarde, para facilitar la presencia sindicada de la pareja en el quehacer del baño y los deberes de los infantes.
Entre el cambio de hora, el huso horario a paso cambiado (los españoles vamos una hora por delante del tiempo solar en invierno y dos horas en verano) y los límites máximos de horas de trabajo, cabe preguntarse si la nueva propuesta va a ser una revolución en toda regla o se quedará en otra pugna entre castizos y afrancesados. ¿O tan sólo se quiere acabar con el mito de que hay que pasar muchas horas en la oficina, aunque sea jugando al póquer con el ordenador?
Es cierto, en cualquier caso, que España es el país europeo con menor tiempo de descanso entre el fin de una jornada y el inicio de la otra; reducir esa brecha sólo puede redundar en beneficio, a corto plazo, de los empleados (al mejorar su tiempo de descanso) y tal vez, a largo plazo, del empleador (al mejorar el rendimiento). El tema es mucho más complejo de lo que aparenta y la radicalidad de la propuesta tal vez olvida esa complejidad. Simplemente con volver al horario del meridiano de Greenwich (el que corresponde geográficamente a la península Ibérica), se evitarían las horas muertas en el trabajo y se tendría más tiempo para disfrutar de la familia y el ocio. Quizás habría que empezar por ahí, que no deja de ser lo más sencillo, aunque no hay duda de que unos horarios más racionales se traducirían en una mejor salud y una mayor productividad.
Lograr la ecuación celestial de conciliar familia, ocio, salud, productividad, felicidad y natalidad, es un objetivo deseable para el conjunto de los actores, incluido el conciliador y a este es a quien toca, en último término, la tarea de arbitrar los medios (rebaja de cargas, estímulos fiscales, etcétera) que permitan hacer sostenible el proceso. Ese mediador orweliano fue quien penalizó el consumo de tabaco y consiguió que mucho país dejara de fumar, inventó el carnet de puntos que redujo los accidentes de circulación y transformó pueblos y ciudades en gigantescos polideportivos, que contribuyeron a aligerar el consumo de estupefacientes. La nueva tarea es de mayor cuantía.
Se avecinan malos tiempos para los restauradores. El FMI ha urgido al Gobierno para que les suba el IVA y si los trabajadores se van a su casa a las seis, no les quedará más remedio que achicar el perímetro de sus locales, porque habrá menos churros y porras en el desayuno, menos bocadillos y tapas a mitad mañana, menos almuerzos interminables y menos cenas de madrugada. Y no faltará quien recuerde que vivimos del turismo.
El asunto, en estos tiempos de “promiscuidad digital”, es algo más que un tema de horarios; requiere una normalización de usos y costumbres, hogares más cómodos, bares y mingitorios más limpios, gimnasios y carriles para bicis y mayores exigencias en materia de salud pública.
El objetivo sería una equiparación a nuestro entorno cultural inmediato y, en definitiva, una reordenación del hábitat, como consecuencia de la racionalización de la forma de vivir. No es una pretensión extravagante, ni algo exótico o experimental. Se trata de seguir las pautas de los vecinos y, aunque alguien lo pueda interpretar como pérdida de una falsa “calidad de vida”, esta sensación será temporal, como ha ocurrido a lo largo de la historia con los sucesivos cambios en la manera de vivir.
La modernización de España pasa por hábitos más saludables: más tiempo de calidad con los hijos y ocio mejor aprovechado, menos horas de trabajo y más productivas, mejor armonía en los hogares, más natalidad, más capacidad adquisitiva y mayor igualdad entre hombres y mujeres.
Claro que siempre anida la duda escéptica de quienes piensan que los países son sus costumbres y de ahí el recelo a que se pueda europeizar a golpe de decreto.
Lograr la ecuación celestial de conciliar familia, ocio, salud, productividad, felicidad y natalidad, un objetivo deseable