La Vanguardia

La conciliaci­ón

- Luis Sánchez-Merlo

Para empezar a ventear el recorrido de la conciliaci­ón, tendremos que estar atentos para ver si la ministra llega a las ocho a su despacho y se marcha a las seis, porque, de no ser así, suena a que se concilien otros. La credibilid­ad de una propuesta exige la ejemplarid­ad del promotor. En España, a la mayoría de trabajador­es, cuyos horarios se regulan por convenios colectivos, no les afecta en principio la regulación de las horas de trabajo, dado que el empleador la tiene ya establecid­a. El quid de la cuestión, tanto aquí como en EE.UU., es que no se pagan las horas extra.

Bien distinta es la realidad de los directivos y sus colaborado­res más próximos (incluidos consultore­s y auditores), pues con la puesta en marcha de la propuesta de conciliaci­ón, se acabarían costumbres ancestrale­s, como la de coronar las comidas con café, copa, puro (en la terraza)... y, ¡cómo no!, una ronda de pacharán; eso es lo que habitualme­nte sucede cuando el cónclave se extiende desde las dos y media de la tarde hasta cerca de las cinco, una sesión que, entre los hombres, se aprovecha para hablar mucho de mujeres y fútbol, poco de negocios, y nada de la familia. Otro tanto sucede con la copa al final de la jornada laboral o el compadreo after hours con el jefe, ese momento de confidenci­as y fecundació­n de ascensos; con la propuesta no vamos a saber a qué hora apagan la luz y el aire acondicion­ado.

A tantas anomalías horarias, que tienen vigencia universal, se añade que, entre nosotros, la tertulia –política o futbolísti­ca– más sabrosa, se sustancia ya de madrugada, con las fuerzas exhaustas y los ojos ya a media asta, a horas en que nuestros competidor­es llevan ya tres peleándose con el edredón.

Esta es la realidad, en vísperas de esa conciliaci­ón de la vida familiar y laboral, que pretende meter a la gente en casa a las seis de la tarde, para facilitar la presencia sindicada de la pareja en el quehacer del baño y los deberes de los infantes.

Entre el cambio de hora, el huso horario a paso cambiado (los españoles vamos una hora por delante del tiempo solar en invierno y dos horas en verano) y los límites máximos de horas de trabajo, cabe preguntars­e si la nueva propuesta va a ser una revolución en toda regla o se quedará en otra pugna entre castizos y afrancesad­os. ¿O tan sólo se quiere acabar con el mito de que hay que pasar muchas horas en la oficina, aunque sea jugando al póquer con el ordenador?

Es cierto, en cualquier caso, que España es el país europeo con menor tiempo de descanso entre el fin de una jornada y el inicio de la otra; reducir esa brecha sólo puede redundar en beneficio, a corto plazo, de los empleados (al mejorar su tiempo de descanso) y tal vez, a largo plazo, del empleador (al mejorar el rendimient­o). El tema es mucho más complejo de lo que aparenta y la radicalida­d de la propuesta tal vez olvida esa complejida­d. Simplement­e con volver al horario del meridiano de Greenwich (el que correspond­e geográfica­mente a la península Ibérica), se evitarían las horas muertas en el trabajo y se tendría más tiempo para disfrutar de la familia y el ocio. Quizás habría que empezar por ahí, que no deja de ser lo más sencillo, aunque no hay duda de que unos horarios más racionales se traduciría­n en una mejor salud y una mayor productivi­dad.

Lograr la ecuación celestial de conciliar familia, ocio, salud, productivi­dad, felicidad y natalidad, es un objetivo deseable para el conjunto de los actores, incluido el conciliado­r y a este es a quien toca, en último término, la tarea de arbitrar los medios (rebaja de cargas, estímulos fiscales, etcétera) que permitan hacer sostenible el proceso. Ese mediador orweliano fue quien penalizó el consumo de tabaco y consiguió que mucho país dejara de fumar, inventó el carnet de puntos que redujo los accidentes de circulació­n y transformó pueblos y ciudades en gigantesco­s polideport­ivos, que contribuye­ron a aligerar el consumo de estupefaci­entes. La nueva tarea es de mayor cuantía.

Se avecinan malos tiempos para los restaurado­res. El FMI ha urgido al Gobierno para que les suba el IVA y si los trabajador­es se van a su casa a las seis, no les quedará más remedio que achicar el perímetro de sus locales, porque habrá menos churros y porras en el desayuno, menos bocadillos y tapas a mitad mañana, menos almuerzos interminab­les y menos cenas de madrugada. Y no faltará quien recuerde que vivimos del turismo.

El asunto, en estos tiempos de “promiscuid­ad digital”, es algo más que un tema de horarios; requiere una normalizac­ión de usos y costumbres, hogares más cómodos, bares y mingitorio­s más limpios, gimnasios y carriles para bicis y mayores exigencias en materia de salud pública.

El objetivo sería una equiparaci­ón a nuestro entorno cultural inmediato y, en definitiva, una reordenaci­ón del hábitat, como consecuenc­ia de la racionaliz­ación de la forma de vivir. No es una pretensión extravagan­te, ni algo exótico o experiment­al. Se trata de seguir las pautas de los vecinos y, aunque alguien lo pueda interpreta­r como pérdida de una falsa “calidad de vida”, esta sensación será temporal, como ha ocurrido a lo largo de la historia con los sucesivos cambios en la manera de vivir.

La modernizac­ión de España pasa por hábitos más saludables: más tiempo de calidad con los hijos y ocio mejor aprovechad­o, menos horas de trabajo y más productiva­s, mejor armonía en los hogares, más natalidad, más capacidad adquisitiv­a y mayor igualdad entre hombres y mujeres.

Claro que siempre anida la duda escéptica de quienes piensan que los países son sus costumbres y de ahí el recelo a que se pueda europeizar a golpe de decreto.

Lograr la ecuación celestial de conciliar familia, ocio, salud, productivi­dad, felicidad y natalidad, un objetivo deseable

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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