Difícil vida de una asistenta
Una vez viví tres días en una unidad de rehabilitación de enfermos mentales. Yo estaba ahí como representante cuerda, con la misión de escribir un reportaje. Pero como puede usted imaginar, amable lector, en las conductas de los pacientes y los relatos minuciosos que ellos mismos hacían de sus síntomas, no dejaba de ver ejemplos parecidos en cuerdos de mi entorno, y en mí misma. Muchos detalles de esas obsesiones o paranoias me resultaban demasiado familiares. La línea que separa la locura de la cordura era muy borrosa. Así que le pregunté al psiquiatra dónde estaba esa frontera. Qué manifestación concreta tiene un trastorno mental que pasa de la raya. Cuándo podemos saber que ya no estamos medio locos, sino locos del todo. El doctor me dio una fórmula de medición. El enfermo mental es esa persona cuyo trastorno le impide dos cosas: relacionarse con la gente y trabajar. La definición, desde mi ignorancia, me pareció una forma objetiva de detectar al enfermo, mirando lo de fuera y no lo de dentro, ese pozo laberíntico y oscuro de las conductas humanas. Pero habría tantos matices que rumiar sobre esa idea, echando un vistazo alrededor.
Pienso eso mientras un viejo compañero me cuenta que ha despedido a la mujer que limpia su casa, otra vez. He perdido la cuenta del número de empleadas que ha despedido a lo largo de los años. Se lo digo. Pero no me oye. El despido anterior lo hizo porque estaba convencido de que la señora de turno le escondía objetos a mala idea. Le escondía el peine. Un cazo. Por pura maldad. Hubo otra que canturreaba con la fregona para distraerlo de su lectura. Y esta última está acusada de usar su crema hidratante. Lo notó porque el contenido del bote disminuía sospechosamente. Y hoy está seguro del robo untado, porque ha hecho la prueba de encajar en la tapa del tarro un pelo que se arranca de la cabeza, que se esfuma en cuanto la mujer entra en el baño. ¿No te parece raro que todas tus asistentas sean unas psicópatas?, pregunto. Pero insiste con la prueba irrefutable del pelo. Algo profundo le impide ver lo alarmante que resulta su tendencia compulsiva a maltratar a estas mujeres de la limpieza –mujeres, siempre mujeres–. Intelectual de izquierdas a bocajarro, no percibe la crueldad obscena que esconde endiñarle su ira, su paranoia o lo que sea, justo a la persona que se inclina para limpiarle el inodoro. Me pregunto si en el termómetro de locura que me contó el doctor, en el capítulo de la incapacidad para relacionarse con la gente, está incluida esta tendencia a maltratar al débil que tenemos más a mano, tan extendida en lo secreto cotidiano. Y noto, amable lector, que este artículo que quería ser liviano –a primera vista me hizo gracia lo del pelito– , es muy triste, por no decir asqueroso. Menos mal que aún no es Nochebuena.
Me pregunto si en la locura está incluida esta tendencia a maltratar al débil que tenemos más a mano