El río de la renovación
Los ríos figuran de forma prominente en la Biblia. En el plano físico, nos mantienen situados en el mundo real, donde el agua produce vida y sustento, y a la inversa su ausencia amenaza la existencia. En el aspecto simbólico, los ríos describen las realidades espirituales más profundas: es entre ríos donde la Biblia encuadra los orígenes de la historia bíblica (Gn 2,1014), y un río es el que fluye en la ciudad ideal el final de los tiempos (Ap 22,1-2). Pero el río es también imagen
de cómo los humanos pueden ser fuentes de “agua viva” (Jn 7,38).
Ningún río figura más destacado en la Biblia que el Jordán, que se menciona más de 75 veces. Su significado en los textos es doble: se trata de una frontera natural, que marca un acá y un más allá entre la tierra prometida y entre las heredad de las tribus de Israel. Pero al mismo tiempo es un signo de fertilidad y de vida en medio del desierto: cerca del Jordán el profeta Elías fue milagrosamente alimentado por los cuervos (1Re 17,2-7), el rey Naamán fue curado de la lepra después de sumergirse siete veces en él (2Re 5,8-14)... y otros muchos episodios.
El Jordán es también el lugar donde Juan el Bautista llevó a término su predicación de conversión y donde bautizó a Jesús, que a partir de ese momento comienza a diseminar su mensaje con palabras y obras. El río Jordán, para el cristianismo, pasa a ser no sólo un topónimo, sino también una frontera entre lo antiguo y lo nuevo, entre la antigua y la nueva alianza. Y pasará a ser también el símbolo de una nueva vida que, para los cristianos, cobra sentido en el seguimiento de la persona de Jesús. De esta manera el topónimo Jordán pasa a ser también metáfora de la renovación de la promesa de Dios a la humanidad.