El guitarrista transparente
Los discos de Toti Soler son como un fenómeno climatológico. El último se titula Transparències y es el resultado de una destilación que, a lo largo de décadas de oficio, empezó siendo experimentalmente sólida, vigorosamente líquida, reflexivamente gaseosa y ahora se expresa como una síntesis de todos estos estados de la materia. Un consejo: hay que saber buscar el CD en los expositores de las tiendas especializadas. Si lo pedís, puede pasar que los vendedores (sometidos a la precaria temporalidad propia de su gremio) frunzan el ceño, os miren como si fuerais zombis cósmicos y se parapeten tras el engaño irrefutable de sus bases de datos. Si tardan en encontrar vuestro CD, pues, tened paciencia. Emulando a Soler, no confundáis la decepción crítica con la cólera y asimilad los contratiempos con una especie de zen mediterráneo que, llevado a la música, desemboca en el alma de una guitarra única.
Hay artistas que, sin que lo decidas de un modo consciente, te acompañan toda la vida. En el caso de Soler todo empieza en la adolescencia, cuando con infructuosa perseverancia traté de imitarlo aprendiendo fracasadas versiones de El
gat blanc y Liebeslied. Como devotos de una causa evolutiva sin dogmas, algunos guitarrófilos lo seguíamos en su faceta de arreglista y cómplice de grandes cantantes fallecidos prematuramente o como pieza fundamental de los mejores discos de artistas propensos a la dispersión que, pasados por su filtro, daban lo mejor de sí mismos (pienso, por ejemplo, en Pau Riba). A distancia, descubríamos que Soler había escrito un tema para su hija (que hoy, pasados los siglos, se encarga de la parte gráfica de sus CD) o que había sido abuelo de gemelos tras componer nanas a sus hijos. O lo veíamos de lejos, imperturbable, a medio camino entre el orgullo y la timidez, apadrinando nuevas voces femeninas tan refulgentes y claras que a los amantes del susurro imperfecto no nos acababan de convencer.
Ahora le ha apetecido grabar un CD que es un monólogo invertebrado de digresiones. Incorpora el canto de pájaros aparentemente auténticos como interlocutores, y suenan como si fueran efectos especiales de una realidad –la suya– que ha encontrado en la tranquilidad de Palau-sator los elementos existenciales que otros buscamos en Google. Los títulos de los temas son sugerencias figurativas para organizar un discurso abstracto que avanza sin buscar melodías de fácil contagio sino, al contrario, una esponjosidad de cocción lenta que, si la escuchas con atención, te sitúa en la posición de tener que pensar más en ti mismo que en lo que estás escuchando. Y, como siempre, Soler practica el epigrama, pequeñas dosis de una verdad que comparte sin renunciar a ninguno de sus principios. En su caso, el epigrama es un aforismo sin palabras, de una coherencia accesible, que eleva la idea de transparencia a la categoría de método para mirar el mundo y, pese a todo, saber reconocer la belleza y las verdades perdurables.
Pequeñas dosis de una verdad que comparte sin renunciar a ninguno de sus principios