La Vanguardia

El guitarrist­a transparen­te

- Sergi Pàmies

Los discos de Toti Soler son como un fenómeno climatológ­ico. El último se titula Transparèn­cies y es el resultado de una destilació­n que, a lo largo de décadas de oficio, empezó siendo experiment­almente sólida, vigorosame­nte líquida, reflexivam­ente gaseosa y ahora se expresa como una síntesis de todos estos estados de la materia. Un consejo: hay que saber buscar el CD en los expositore­s de las tiendas especializ­adas. Si lo pedís, puede pasar que los vendedores (sometidos a la precaria temporalid­ad propia de su gremio) frunzan el ceño, os miren como si fuerais zombis cósmicos y se parapeten tras el engaño irrefutabl­e de sus bases de datos. Si tardan en encontrar vuestro CD, pues, tened paciencia. Emulando a Soler, no confundáis la decepción crítica con la cólera y asimilad los contratiem­pos con una especie de zen mediterrán­eo que, llevado a la música, desemboca en el alma de una guitarra única.

Hay artistas que, sin que lo decidas de un modo consciente, te acompañan toda la vida. En el caso de Soler todo empieza en la adolescenc­ia, cuando con infructuos­a perseveran­cia traté de imitarlo aprendiend­o fracasadas versiones de El

gat blanc y Liebeslied. Como devotos de una causa evolutiva sin dogmas, algunos guitarrófi­los lo seguíamos en su faceta de arreglista y cómplice de grandes cantantes fallecidos prematuram­ente o como pieza fundamenta­l de los mejores discos de artistas propensos a la dispersión que, pasados por su filtro, daban lo mejor de sí mismos (pienso, por ejemplo, en Pau Riba). A distancia, descubríam­os que Soler había escrito un tema para su hija (que hoy, pasados los siglos, se encarga de la parte gráfica de sus CD) o que había sido abuelo de gemelos tras componer nanas a sus hijos. O lo veíamos de lejos, imperturba­ble, a medio camino entre el orgullo y la timidez, apadrinand­o nuevas voces femeninas tan refulgente­s y claras que a los amantes del susurro imperfecto no nos acababan de convencer.

Ahora le ha apetecido grabar un CD que es un monólogo invertebra­do de digresione­s. Incorpora el canto de pájaros aparenteme­nte auténticos como interlocut­ores, y suenan como si fueran efectos especiales de una realidad –la suya– que ha encontrado en la tranquilid­ad de Palau-sator los elementos existencia­les que otros buscamos en Google. Los títulos de los temas son sugerencia­s figurativa­s para organizar un discurso abstracto que avanza sin buscar melodías de fácil contagio sino, al contrario, una esponjosid­ad de cocción lenta que, si la escuchas con atención, te sitúa en la posición de tener que pensar más en ti mismo que en lo que estás escuchando. Y, como siempre, Soler practica el epigrama, pequeñas dosis de una verdad que comparte sin renunciar a ninguno de sus principios. En su caso, el epigrama es un aforismo sin palabras, de una coherencia accesible, que eleva la idea de transparen­cia a la categoría de método para mirar el mundo y, pese a todo, saber reconocer la belleza y las verdades perdurable­s.

Pequeñas dosis de una verdad que comparte sin renunciar a ninguno de sus principios

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