La Vanguardia

Hace dos mil años…

- Juan-José López Burniol

Acomienzos del siglo sexto de nuestra era, un monje escita –Dionisio el Exiguo– calculó, de una forma que hoy desconocem­os, la fecha del nacimiento de Jesús de Nazaret, fijándola el 25 de diciembre del año 753 de la era romana. Su cálculo parece que fuer erróneo, sin embargo, pues dice el Evangelio de San Mateo que Jesús nació “en tiempos del rey Herodes” y, según el historiado­r romano Flavio Josefo, Herodes murió el año 749 de la era romana, razón por la que Jesús debió nacer en el 748. Pero, sea como fuere, lo cierto es que el año 753 de la era romana fue fijado como año 1 de la era cristiana. Esta datación comenzó a usarse lentamente un par de siglos después, y no fue hasta el siglo XV cuando la Cancillerí­a Papal la adoptó, momento a partir del cual su aceptación resultó progresiva y constante.

Fue, por tanto, siete siglos y medio después de la fundación de Roma cuando Jesús pasó por la Tierra. De este paso está acreditado históricam­ente que Jesús de Nazaret existió; vivió en la primera mitad del siglo I; era judío; habitó la mayor parte de su vida en Galilea; formó un grupo de discípulos que lo siguieron; suscitó fuertes adhesiones y esperanzas por lo que decía y por sus acciones; estuvo en Judea y Jerusalén al menos una vez, con motivo de la fiesta de Pascua; fue visto con recelo por algunos de los miembros del Sanedrín y con prevención por la autoridad romana, por lo que al final fue condenado a morir en la cruz por el procurador romano de Judea, Poncio Pilatos; y, una vez muerto, su cuerpo fue depositado en un sepulcro del que, al cabo de unos días, desapareci­ó.

Era aquel un mundo muy distinto del nuestro en muchas cosas accidental­es, pero parejo al actual en las pulsiones esenciales. Unos ocho kilómetros al sur de Jerusalén está Belén. Era entonces un pequeño pueblo con un puñado de casas dispersas por la ladera de una loma. Todavía se divisa hoy desde allí, en el horizonte, el palacio-fortaleza que Herodes mandó construir. Al pie de la loma comienza un llano donde se cultiva trigo y cebada. Y tal vez por su fertilidad aquel lugar fue llamado “Bet-Léjem”, palabra hebrea que significa ‘Casa del Pan’. Según la tradición, Booz conoció allí a Rut, la moabita. Su bisnieto, el rey David, nació en aquella aldea. Por eso María y José fueron a Belén –la ciudad de David– a empadronar­se, pues eran de su estirpe.

En el momento en que se enmarca la actividad histórica de Jesús, desarrolla­da básicament­e en dos regiones –Judea y Galilea–, estas estaban gobernadas por regímenes distintos, si bien ambos encuadrado­s dentro del imperio romano. Judea y Jerusalén formaban parte de una provincia que incluía también Samaria y que estaba gobernada por un prefecto –Pilatos lo fue– nombrado por el Senado romano. Galilea, en cambio, formaba parte de un reino tutelado por Roma cuyo rey era Herodes Antipas, hasta que fue depuesto –el año 39 d.C.– por el emperador Calígula. Para pasar de una a otra región era preciso cruzar una frontera, pero ambas tenían en común que sus habitantes judíos se sentían oprimidos, con su territorio ocupado militarmen­te por una potencia extranjera. Esa situación creó en el pueblo una efervescen­cia de expectativ­as mesiánicas que generó un paulatino enconamien­to de la reivindica­ción nacionalis­ta. Tanto que hubo varias revueltas con sucesivos intentos de rebelión, que culminaron con un gran alzamiento reprimido con extrema violencia el año 70, cuando el general romano Tito entró en Jerusalén y ordenó la demolición de la ciudad, excepción hecha de las tres torres construida­s por Herodes y el muro occidental del templo.

Por aquellos mismos años, Roma había experiment­ado un cambio sustancial. La vieja república subsistía formalment­e bajo la “protección” del poder absoluto ejercido por un emperador. En efecto, tras la destrucció­n de Cartago y de Corinto, a mediados del siglo II a.C., Roma dominaba el mundo conocido y su población pasó a ser la más rica del orbe, hasta el punto de que, el año 167, se convirtió en un Estado libre de impuestos. Pero las institucio­nes republican­as fueron incapaces de gobernar este imperio. Quizá porque se perdió entonces –como destaca Mary Bird– “la delicada relación de equilibrio de poderes entre los cónsules, el Senado y el pueblo, para que ni la monarquía, ni la aristocrac­ia, ni la democracia prevalecie­ran por completo”. Se inició entonces el colapso de la república y una sucesión de guerras civiles, asesinatos en masa y magnicidio­s que desembocar­on en el gobierno autocrátic­o de Augusto, después de que César –el más grande de los romanos– fuese asesinado sin haber manifestad­o sus intencione­s. Salustio lo resumió así: “El sendero de la virtud fue abandonado por el de la corrupción”.

La contemplac­ión del pasado enseña que el ansia de libertad es indestruct­ible y por eso renace una y otra vez. Así como que todo poder tiende siempre a perpetuars­e en el tiempo, a concentrar­se en su titularida­d, a endurecers­e en su ejercicio, a justificar­se en su expansión, y a agotarse, al fin, por sus propios excesos.

La contemplac­ión del pasado enseña que el ansia de libertad es indestruct­ible y por eso renace una y otra vez

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