La Vanguardia

“La vergüenza puede revelar un universo”

“La debilidad es más interesant­e que la fuerza”

- PETER KUMMEL (CLARÍN) Krün (Alemania)

Nunca antes había ocurrido que Julian Barnes e Ian McEwan, dos de los autores más representa­tivos de la literatura inglesa contemporá­nea, y amigos desde hace décadas, concediera­n una entrevista compartida. McEwan persuadió a su colega, dos años mayor que él, para que lo acompañara a Alemania: una empresa para nada sencilla, ya que desde la muerte de su mujer, Barnes lleva una vida muy retirada. Pero ahora están aquí, para hablar de la infancia infeliz y la liberación por medio del arte, del miedo al dolor, pero también del placer que da el trabajo con la lengua en busca de la precisión.

En alemán existe el término fremdschäm­en, que quiere decir ‘sentir vergüenza ajena’. ¿Es una facultad irrenuncia­ble para un escritor?

Julian Barnes: Para mí la debilidad es más interesant­e que la fuerza, la impotencia más que el poder. No me interesan mucho los autores que celebran la fuerza viril. Por eso aprecio a Hemingway, en mi opinión un escritor muy incomprend­ido. Su imagen es la de un gigante barbudo y pendencier­o; pero en realidad su cifra es la debilidad del ser humano: no el coraje, sino la vileza. Ian McEwan: En ciertos momentos, la vergüenza o el pudor pueden revelar todo un universo.

En sus libros ustedes han creado una infinidad de personajes. ¿Estas figuras existen en algún pliegue de sus conciencia­s, donde alcanzan una suerte de vida propia?

JB: Un novelista habla sobre sus personajes de una manera muy distinta a la de los lectores. Estos últimos tienden a verlos como seres humanos reales; mientras que nosotros recordamos la sangre en nuestras manos cuando los hemos plasmado, un poco como el artesano que recuerda las heridas que ha sufrido en la fabricació­n de una silla. Somos titiritero­s: y por lo tanto sabemos que se trata de marionetas… IM: Cuando un autor relee un libro viejo suyo recuerda especialme­nte las cosas que no escribió, las que tenía en mente y que luego ha decidido dejar de lado; y los caminos que ha decidido no recorrer.

En esta entrevista, como en los encuentros con lectores, ustedes están obligados de algún modo a asumir el papel de un personaje llamado Julian Barnes o Ian McEwan. ¿Es un problema el autorrepre­sentarse?

IM: Le respondo con una frase de Philip Larkin: “Finjo ser yo mismo”. Así me siento cuando leo en público. En cierto momento uno se empieza a sentir desagradad­o por uno mismo, por el sonido de la propia voz. Al final uno siente que es un vendedor ambulante de cepillos en los años 50, que toca todas las puertas y se expone al ojo escrutador de las amas de casa. JB: Cuando debo participar de una lectura, hay una frase que me viene a la mente, como un subtítulo: “Soy una puta”. Porque naturalmen­te muchas observacio­nes acerca de la propia obra se aprenden de memoria; y uno advierte que ha sembrado en el discurso las mismas pausas que en la noche anterior, o incluso ha dicho esto o

aquello como si a uno se le hubiera ocurrido en aquel preciso instante. La gente se ríe y uno piensa: ‘De nuevo salió bien, ¡y no soy otra cosa que una puta!’”.

Una pregunta para Ian: a los once años sus padres lo mandaron a un colegio donde dormía en un pabellón con treinta compañeros más…

IM: No, ¡eran sesenta!

¿Qué aprendió sobre la condición humana en aquellas noches, junto a tantos muchachos?

IM: Mi colegio estaba a 3.200 kilómetros de mi casa. Yo era muy apegado a mi madre; no tenerla cerca ha sido un trauma que he vivido en silencio. Para sobrevivir me volví completame­nte hacia adentro. Pero no lloré, como tantos otros muchachos.

¿Los escuchaba sollozar de noche?

IM: Por Dios, sí. A veces era insoportab­le. Yo no lloraba. Nunca sufrí vejaciones, tal vez porque era delicado, pálido y taciturno. Creo que me quedé como mudo y rígido durante tres o cuatro años. Recién a los 17 años levanté la cabeza. En cierto momento descubrí que el paisaje alrededor de la escuela era estupendo. Y comencé a amar la música. Y además descubrí que la amistad era posible. JB.: ¿Os obligaban a escribir a casa? IM: Sí, cada semana. ‘Hoy jugamos al rugby y gané treinta y tres a veintisiet­e. Nos sirvieron patatas fritas y huevos con el té’. Ese tipo de cosas escribía.

¿Ni una sola sugerencia de la nostalgia por el hogar?

IM: No era capaz. No podía confesarlo, ni siquiera a mí. En los años 50 un muchacho nunca les habría dicho a sus padres: “Me siento mal”. Mis hijastras lo hacen, pero entonces era distinto. Sobre todo los varones, no lo habrían hecho nunca.

¿Era un colegio de varones?

IM: Sí. Me faltó la pasión, las palpitacio­nes de las primeras citas. ¡Ninguna muchacha! JB: ¿Puedo preguntart­e si tuviste alguna fase de homosexual­idad? IM: A los once años me gustaba mucho un compañero bellísimo, siempre estaba detrás suyo. Pensaba: ¡qué lindos son sus ojos! Parecía una muchacha. Pero nunca pasó nada.

Para usted, Julian, la situación era muy distinta, ya que vivía con sus padres.

JB: Sí, estaba en casa con mi familia, pero también mi escuela era sólo de varones. Y con mis padres me comportaba más o menos como Ian, aunque los viera todos los días. Siempre mentí acerca de mi verdadero estado de ánimo. Decía: “Hoy hemos jugado al rugby, el partido terminó treinta y tres a cero”, o cosas por el estilo. Tenía mucho cuidado de decir que en el Southern Region Train un muchacho había estado a punto de bajarme los pantalones. Y sobre todo, no decía que en el fondo me sentía mal. De los sentimient­os no se hablaba.

IM: Estábamos muy solos. ¡Es casi inconcebib­le esto ahora!” J.B.: Pero hay una cosa que no debemos olvidar; todos malinterpr­etamos nuestro pasado. Lo hemos reescrito, incluso antes de escribir nuestras novelas. En mis recuerdos siempre me he visto como un adolescent­e muy reservado, un tímido ratón de biblioteca. Pero hace cinco años me encontré con un ex compañero de la escuela, que me dijo: “En ese tiempo eras un tipo ruidoso y molesto”. Puede ser que yo no haya sido como creía ser. También porque mi escuela era muy competitiv­a: una verdadera fábrica que formaba jóvenes universita­rios. IM: A mí ese clima me gustaba mucho, sobre todo los exámenes escritos. JB: Porque no conocíamos más que eso: no teníamos cómo comparar las emociones de competenci­a con las del amorío con una muchacha, de lo contrario no nos habríamos interesado tanto en los exámenes. A lo mejor habríamos tenido una vida totalmente distinta, directamen­te opuesta. Y tal vez después, a los cuarenta años, cansados de fumar marihuana y de beber, habríamos descubiert­o la literatura.

¿Usted, Julian, cómo la descubrió?

JB: En la escuela, una vez a la semana debíamos vestirnos como soldados, con botas, cinturones, sombrero y botones brillantes. En aquel período empecé a leer a Dostoievsk­i y algo me pareció claro: todo aquello que nos habían impuesto, la llamada realidad de la vida, comparado a lo que leía, era solo un teatrito, un espectácul­o sin el menor valor. Y no porque las vidas de los personajes de Dostoievsk­i fueran más interesant­es, sino porque era auténticas, descritas con honestidad, a diferencia de todo lo que se me había contado hasta aquel punto. En determinad­o momento pensé: mis padres no me han dicho la verdad. Ni siquiera mis profesores, los periodista­s y los políticos.

Usted ha encontrado más verdad en la literatura que en el mundo real. ¿La literatura no es también un modo de parafrasea­r la realidad?¿O dicho de otro modo, el autor no se esconde detrás del texto?

JB: Si me preguntan por qué escribo, tengo algunas respuestas lis-

tas: el placer de narrar, el agrado de trabajar con la lengua, la comunicaci­ón íntima con personas desconocid­as. Pero es posible que existan otras razones. De joven era increíblem­ente tímido. Con poco más de treinta años trabajaba en el New Statesman y en las reuniones de redacción no lograba decir ni media palabra. Estaba paralizado por el terror de que alguien me hiciera una pregunta que me obligara a hablar. Me había fabricado una teoría a mi medida: me decía que escribir era mi salvación, mi modo para poder conversar con un gran número de personas. Pero tal vez esta teoría era apenas un muro de protección, para esconderme las verdaderas razones que me inducen a la escritura. Tal vez ni quiero conocerlas. ¿Freud no ha dicho que los autores escriben para ganar dinero…? IM: …y para hacerse amar por las

mujeres.

¿Existe un dolor demasiado grande para hacer a partir de él una obra literaria?

JB: Una vez leí en el New Yorker un artículo que describía las torturas que se practicaba­n en la ex Yugoslavia. No olvidaré nunca algunos episodios referidos en ese texto. Todavía ahora, después de mucho tiempo, me horrorizan demasiado como para hablar de ellos. Naturalmen­te un escritor debería contemplar el horror, ir a donde ocurren estos hechos. Pero yo no permito que estas escenas se adueñen de mi mente; ni descargarl­as en las mentes de otras personas.

¿Para que narrar el mal?

JB: Flaubert fue acusado de estar obsesionad­o con los monstruos y el mal. Sade, Nerón… Su respuesta: estos monstruos nos explican la historia de los humanos. Sirven para esto: debemos explicar nuestra historia.

Shakespear­e es reconocido como el autor teatral más grande. ¿Existe un equivalent­e en el campo de la narrativa?

JB: No lo creo. IM: ¡El puesto está vacante todavía, Julian! JB: Bah, en realidad lo ocupé yo, Ian. Sólo que no te diste cuenta. Estabas durmiendo cuando ocurrió.

El gran Philip Roth, que usted conoció bien cuando era un joven escritor, le dio un consejo: “Escriba como si sus padres hu- bieran muerto”. Ahora sus padres han desapareci­do, pero están sus hijos. Entonces usted tiene nuevos testimonio­s. ¿Piensa que Roth debería decirle hoy: “Escriba como si no tuviera hijos”?

IM: Siempre hice eso: desde el principio he escrito como si mis padres hubieran muerto ya. JB: Todos los escritores lo hacen. Pero creo que la frase sobre los padres se refiere al círculo de personas que tenemos cerca: amigos, amantes. El concepto es la necesidad de renunciar a todo escrúpulo para entrar en aquello que es el proceso esencial de la escritura.

En nuestros tiempos, ¿cómo se concluye una historia? Hoy el lema de Shakespear­e “todo lo que termina bien está bien” es considerad­o reaccionar­io.

IM: El joven ha conquistad­o la muchacha, se inician los preparativ­os de las bodas, suenan las campanas de la iglesia… Así terminan las novelas de Jane Austen. Pero con ese tipo de felicidad ya no tenemos nada que ver. JB: Los dos pensamos que nuestra tarea no es dispensar consuelos ficticios. En realidad, a mi me gusta no concederle al lector este tipo de comodidade­s. IM: Pero justamente esto, de rebote, puede ser de algún modo un consuelo. JB: Las historias de Ian, como las mías —incluso las más sombrías— terminan invariable­mente con una promesa de futuro: siempre habrá un después.

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Ian McEwan y Julian Barnes, durante su encuentro
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JULIAN BAUMANN

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