La Vanguardia

Villancico

- David Carabén

En una semana hemos escuchado a Quique Sánchez Flores, Zlatan Ibrahimovi­c y Neymar Jr elogiar de diferentes maneras a Leo Messi. Menos en el caso de su compañero de equipo, las alabanzas del entrenador del Espanyol y del delantero del Manchester United han levantado una cierta polvareda. El sobrino del Pescaílla tuvo que pedir disculpas por su actitud después del derbi, en el que demostró una cierta insensibil­idad al lógico desánimo de la afición perica. En las declaracio­nes del sueco, en cambio, se intuye una carga subterráne­a de mala sombra contra Cristiano Ronaldo: “Si este o cualquier otro año me hubiesen concedido el Balón de Oro, se lo habría llevado al día siguiente a Messi”. En todo caso, en este mundo tan competitiv­o del deporte de élite, cualquier gesto de cortesía se tendría que celebrar como si se tratara de una conquista de la civilizaci­ón contra la barbarie. El otro día, un amigo perico me recordaba la exquisita caballeros­idad de Frank Rijkaard, el entrenador que ganó la segunda Champions para el Barça, injustamen­te olvidado por los culés.

Denis de Rougemont decía que la aparición de la caballería, en el siglo XII, representó un primer intento de estilizar el salvaje instinto de superviven­cia, de codificar la fuerza anárquica de la disputa violenta y darle medios de expresión rituales. Las formas y las reglas de juego surgieron allí donde se creía que estaban los principale­s abismos del alma: en la violencia y en el sexo. Y por eso se creó el torneo, y por eso se escribiero­n las primeras canciones de amor.

“El deporte serio no tiene nada que ver con el fair play –dejó escrito George Orwell–. Está fundado sobre el odio, los celos, la vanidad, la desconside­ración hacia todas las normas y el placer

Se mire como se mire, esta guerra sin tiros es mejor que la guerra: de vez en cuando incluso se aprecia ‘fair play’

sádico ante actos violentos: en otras palabras, es la guerra sin tiros”. Es muy probable que tuviera toda la razón del mundo al contradeci­r al padre de los Juegos Olímpicos de la era moderna. El barón de Coubertin, a quien se le atribuye erróneamen­te aquello de “lo importante es participar”, descubrió el valor educativo del deporte en una novelita juvenil del siglo XIX. Llevaba por título Thomas Brown’s school days. Su autor, Thomas Hugues, explicaba el crecimient­o personal de un alter ego gracias a la práctica del cricket y del rugby. Aquello de que el rugby es un deporte de hooligans practicado por gentlemen y que el fútbol es un deporte de gentlemen practicado por hooligans debió salir de aquí.

Se mire como se mire, esta guerra sin tiros es mejor que la guerra. Y hay que admitir que, de vez en cuando, se aprecia algo de fair play. En gestos esporádico­s, en acciones puntuales, o en la sorprenden­te declaració­n de un tarambana, se puede percibir la ancestral pulsión del ser humano para salir de la caverna.

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