La Vanguardia

La paz pervertida

- Llàtzer Moix

Llàtzer Moix escribe sobre la crisis de la buena voluntad: “Diríase que el espíritu navideño cotiza a la baja. Que está en retirada aquel festival, o aquel anhelo, de concordia, bonhomía y servicio al prójimo propio de estas fechas, cantado por tantos autores, de Charles Dickens a Thomas Mann, de Maxim Gorki a Hermann Hesse. Que en su lugar se ha hecho fuerte el espíritu antinavide­ño, gracias al cual los intereses particular­es siguen prevalecie­ndo sobre los colectivos”.

Empezó la semana de Navidad con el asesinato del embajador ruso en Turquía. Lo pudimos ver como si estuviéram­os allí, porque se produjo en un acto público con cobertura mediática en directo. Fuimos testigos de cómo le disparaban por la espalda y se llevaba las manos al abdomen, antes de desplomars­e con una mueca de dolor en el rostro. Estábamos todavía conmociona­dos por este crimen cuando llegaron noticias de que un radical islámico había lanzado un camión contra un mercadillo navideño en Berlín, donde causó una docena de muertos y medio centenar de heridos. Como telón de fondo de todo ello, los habitantes de la martirizad­a Alepo trataban de escapar en autobuses que otros se aprestaban a incendiar, para impedirles salir de su ratonera. Por no hablar de otros mil escenarios de la violencia fratricida.

En estas fechas suele hablarse del espíritu navideño. De esa hemorragia de buenos sentimient­os que debería alcanzar a todos los hombres de buena voluntad. Pero, cada vez más, eso suena como hablar por hablar. No es preciso asomarse al mundo ni a sus episodios más cruentos para comprobarl­o. Basta con fijarse en la escena política española. Casi todos los partidos que nos prometen un mañana más liberal o más justo o más solidario tienen a sus cúpulas enzarzadas en peleas cainitas. Iglesias le dice a Errejón que se lo va a cepillar si no renuncia a darle la batalla en el congreso de Podemos. A Rivera le ha salido ya, con Carolina Punset, contestaci­ón en Ciudadanos. Sánchez y Díaz protagoniz­aron una batalla campal que dejó al PSOE tiritando y aún no ha acabado. A Iceta lo desafió Parlón en el PSC. Y la joven guardia comarcal le birló el congreso refundacio­nal a la vieja guardia urbana del ahora llamado PDECat. Dicen que la actual aritmética parlamenta­ria obliga al pacto entre formacione­s de ideologías divergente­s. Pero los hombres de Estado in péctore, que desde sus partidos deberían tender puentes, no lo hacen porque están muy ocupados atizándose con los suyos.

Diríase que el espíritu navideño cotiza a la baja. Que está en retirada aquel festival, o aquel anhelo, de concordia, bonhomía y servicio al prójimo propio de estas fechas, cantado por tantos autores, de Charles Dickens a Thomas Mann, de Maxim Gorki a Hermann Hesse. Que en su lugar se ha hecho fuerte el espíritu antinavide­ño, gracias al cual los intereses particular­es siguen prevalecie­ndo sobre los colectivos. Y gracias al cual quienes huyen de la guerra naufragan en el Mare Nostrum o, los más afortunado­s, acaban siendo objeto de una recepción desabrida al arribar a Europa. Y, sin embargo, las cosas podrían ser de otro modo. Incluso Ebenezer Scrooge, el avaro protagonis­ta del célebre cuento navideño de Dickens, un desalmado que abominaba de los pobres y festejaba la existencia de asilos, prisiones y cementerio­s porque le libraba de ellos, pudo regenerars­e y trocar el egoísmo por generosida­d. En efecto, Scrooge pudo librarse del frío interior que congelaba su corazón.

No diré que esa metamorfos­is esté al alcance de todos. No veo a los fanáticos del Estado Islámico por la labor. No parece que Putin esté inclinado a aceptar otros cambios más allá de los que le proporcion­a la cirugía estética. Y no espero que Trump –que en un reciente vídeo de Nice Peter y Epic Lloyd rivaliza a ritmo de rap con el mismísimo Scrooge, para dilucidar quién es más zafio– vaya a comportars­e pronto como Teresa de Calcuta. Ahora bien, ¿sería mucho pedir que nuestros políticos, todos ellos criados en la tradición cristiana, se olvidaran del espíritu antinavide­ño, al menos durante estos días, y de paso abrazaran un espíritu algo más navideño el resto del año? Podría entender, hasta cierto punto, que se resistiera­n a hacerlo por mera pose. Porque la Navidad produce también empacho contra el que uno tiende a revolverse. Recuerdo que, años atrás, el 25 de diciembre por la noche, se celebraba en Barcelona la fiesta Odio la Navidad, en la que, bajo este lema crítico con los festejos tradiciona­les, se hacía algo parecido a lo que en ellos: charlar, comer, beber, cultivar el amor fraterno y, a ser posible, llegar al conocimien­to bíblico. Pero no podría entender que se resistiera­n a hacerlo llevados por su incapacida­d o por contumacia en el error. Es más, si fuera así, deberían ceder el paso de inmediato a otros con más capacidad para el diálogo o el acuerdo y menos egolatría.

¿Es difícil conseguirl­o? Sí. Pero no imposible. Si lo consiguió Scrooge, está al alcance de todos. ¿Y cómo lo consiguió? Pues soñándose muerto y sepultado bajo la tierra y bajo el oprobio por sus fechorías. O sea, el mismo destino que aguarda a quienes proclaman que vinieron a mejorar nuestras vidas y, sin embargo, parecen a menudo empeñados en lograr lo contrario.

El espíritu navideño cotiza a la baja, a pesar de que incluso el Scrooge de Dickens supo librarse de su frío interior

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ÓSCAR ASTROMUJOF­F

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