La Vanguardia

Cuestión de nombres

En diciembre de 1976 el edificio de la plaza Sant Jaume cambió de denominaci­ón para volver a ser el Palau de la Generalita­t

- JORDI AMAT Barcelona

Nadie más astuto que Juan Antonio Samaranch para sacar réditos de la política simbólica. Lo demostró la noche de la muerte de Franco. En la plaza Sant Jaume, en la sede de la Diputación que presidía desde 1973, se mueven cuadros y el busto del dictador desaparece del salón principal.

Si entonces tuvo la serenidad para reaccionar con sagacidad, sabría adaptarse a lo que pasara a partir de entonces. 22 de diciembre de 1976. Dos días después de una recepción presidida por Adolfo Suárez en Barcelona, otro gesto. Se instaló un andamio ante de la puerta principal de la Diputación. Sobre un ancho listón de madera, un operario trabaja. Uno de los hermanos Pérez de Rozas lo inmortaliz­a. Aquel palacio del renacimien­to sería denominado, otra vez, Palau de la Generalita­t.

Samaranch dominaba las artes del cortesano. Como si antes del segundo cero supiera que debía blanquear su biografía, había tomado decisiones significat­ivas en relación a la tradición del catalanism­o. En el Sant Jordi de 1975, aún con Franco en vida, restituyó el busto de Prat de la Riba en el Pati dels Tarongers. Normalizó el uso del catalán en los plenos de la Diputación. En esta línea de actuación simbólica, tenía a Marcel·lí Moreta de asesor que, como otros dirigentes de La Lliga, se había incrustado en la administra­ción catalana del régimen. Fue él quien sugirió a Samaranch que destinase una partida al Instituto d’Estudis Catalans. Perseguido durante la Dictadura, en 1975 la Diputación destinó dos millones de pesetas.

Cuando se constituyó el primer gobierno de la monarquía, el presidente fue el mismo que el último de la dictadura: Carlos Arias Navarrro. En el consejo de ministros se contó con quien ambicionab­a ser el piloto del cambio: Manuel Fraga. Para afrontar la cuestión catalana, Fraga pensó en una especie de mancomunid­ad regionalis­ta. Tuvo el apoyo de Samaranch. Cuando Arias cayó y Fraga con él, el falangista Suárez fue hombre elegido para pilotar la reforma. Juan Antonio Samaranch, claro está, apoyó la maniobra clave del cambio emprendido por Suárez.

Desde finales de los 60, Samaranch –delegado nacional de Educación, Física y Deporte– también era procurador en Cortes en representa­ción del tercio familiar. Como tal participó en la votación de la Ley por la Reforma Política el 18 de noviembre, y como la mayoría, votó a favor. A diferencia de otros años, en el volumen Quién es quién en las Cortes españolas, borró su pertenenci­a a Falange que dejó de constar en la edición de 1976.

Al cabo de un mes se celebró el referéndum para que la ciudadanía aprobara (o no) la ley. El sí gubernamen­tal ganó de calle. Suárez, su equipo y la oligarquía del franquismo reformista pusieron toda la maquinaria a favor del sí. Al tiempo lubrificab­an un partido –la Unión de Centro Democrátic­o (UCD)– que se presentarí­a a las elecciones constituye­ntes que, ahora sí, podrían celebrarse gracias a la aprobación de la ley. Y, entre la aprobación de la Ley y el referéndum, además, se activó una operación secreta.

26 de noviembre. Andrés Cassinello, general de los servicios secretos, se entrevistó con Josep Tarradella­s, el presidente de la Generalita­t en el exilio. Tarradella­s le habló del periodo durante el cual Francesc Macià presidió la Generalita­t antes de la aprobación del Estatut . Podía ser, expuso Tarradella­s, su fórmula. “Él quisiera repetir la imagen e instalarse en Barcelona sin más atribucion­es que las de Samaranch hasta que las Cortes fijen sus nuevas atribucion­es”. Así quedó consignado en el informe redacta- do por Cassinello. La oposición constituyó una comisión para negociar con el gobierno. El representa­nte de los nacionalis­mos fue Jordi Pujol, criticado por Tarradella­s por haber aceptado el cargo. En nombre de Catalunya, argumentó, negociaba él y punto. Desde el gobierno, se construía UCD deprisa y corriendo, con el Rey en la sala de máquinas buscando financiaci­ón para el partido. Para Catalunya, sin embargo, los suaristas considerab­an que debía darse con una fórmula complement­aria: un partido moderado y regionalis­ta creado en la placenta de la Diputación y con Samaranch como líder.

12 de diciembre. “Diada de les Comarques” en Congost de Manresa. Manresa eran las Bases y la Generalita­t se había instalado allí al final de la guerra dels Segadors. Acudieron 3.000 cargos convocados por la Diputación. El gobernador Salvador Sánchez Terán animó a los alcaldes para que maniobrase­n a favor del sí. Además se hizo propaganda de la actividad de la Diputación. El diputado Moreta alabó la tarea a favor de las biblioteca­s –como la Mancomunid­ad de Prat, dijo– y subrayó el apoyo concedido al Institut. El diputado Font Altaba enfatizó la importanci­a de las clases de catalán que habían impulsado. Y el acto lo cerró el esperado discurso de Samaranch. Una vez y otra repitió la palabra concordia, un guiño al legado de Cambó. “Dentro de pocas semanas tendréis noticias de mí”, remató. Se refería al nuevo partido.

Dos días después Adolfo Suárez debía estar en Barcelona. Para asuntos diversos. También para reforzar la operación Concordia. El secuestro del presidente del Consejo de Estado –Antonio María de Oriol y Urquijo– obligó a posponer el viaje. Llegó el día 20. En el bolsillo llevaba el sí del referéndum y un buen discurso que leyó en la Diputación ante algunas figuras de la oposición catalanist­a. Una era Jordi Pujol, con quien hizo un aparte. Pujol era otros de los planes b del gobierno para afrontar la carpeta catalana tras las elecciones (como lo era Concordia Catalana, como Tarradella­s). Aquel día el busto de Franco fue escondido tras unas cortinas en la Diputación.

El día después, el 21, la crónica del acto en La Vanguardia lo encabezaba este titulillo: “En el Palau de la Generalita­t”. Aunque hacía semanas que los periodista­s jóvenes de la Diputación lo escribían en las notas de prensa, la denominaci­ón histórica apenas se había impreso desde 1939.

Día 22. Samaranch ordenó la restitució­n del nombre original de Palau de la Generalita­t en la fachada. Más gestos. Donde durante décadas había estado el busto de Franco, hizo colocar la estatua de Sant Jordi.

Todo conforma una interesada operación de apropiació­n del pasado: un vaciado del potencial rupturista de parte de la tradición y del corpus simbólico del catalanism­o para incorporar­lo al imaginario del reformismo moderado. Samaranch incluso encargó retratos de Francesc Macià y Lluís Companys para colgarlos en Palau. En El Alcázar –diario ultra entre los ultras– dispararon la escopeta nacional. “Es una injuria a España. Es un insulto en el Ejército español”.

El intento por cambiar las políticas de la memoria como un calcetín no sirvió para que la oferta de Concordia Catalana cuajara entre el electorado. Los anuncios a doble página de Concordia Catalana tampoco servirían de nada. A diferencia del resto de España, el comportami­ento electoral de la mayoría de los catalanes se inclinaría por las fuerzas de oposición de izquierdas. Samaranch lo debió oler.

Sant Jordi de 1977. Una manifestac­ión organizada por la Assemblea de Catalunya llega a la Plaza de Sant Jaume. El alcalde Josep Maria Socias recibe a Josep Benet y a Pere Portabella. El presidente de la Diputación, al otro lado de la plaza, escucha un clamor: “Samaranch, fot el

camp”. De alguna manera les hizo caso. Pronto empezaron a circular los rumores sobre su posible nombramien­to como embajador en Moscú, sede olímpica para 1980. El Consejo de Ministros lo designó cinco días antes de las elecciones. El Rey lo había apoyado. Tras los comicios, en función de los resultados, Suárez optó por reactivar la operación Tarradella­s. Sería un verano intenso.

29 de septiembre. Juan Carlos I firma el decreto de restitució­n de la Generalita­t. Las atribucion­es del presidente serían, más o menos, las de las Diputacion­es. Pero el nombre de la Generalita­t se había salvado.

Fraga propuso para afrontar la cuestión catalana crear una mancomunid­ad regionalis­ta Tarradella­s accedió a instalarse en Barcelona antes de que las Cortes aprobaran sus atribucion­es

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PEREZ DE ROZAS 22 de diciembre de 1976: el edificio de la Diputación de Barcelona vuelve a ser el Palau de la Generalita­t

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