La Vanguardia

¡Qué tíos más grandes!

- Joaquín Luna

La mesa de Navidad es una obra teatral donde un año debutas como niño, otro haces de yerno, más adelante te cae el papel de cuñado o de padre, con suerte representa­s el de tío y cuando ya acumulas los recursos de actor clásico vienen dos papeles sin lucimiento –suegro y abuelo– y cae el telón.

Disfrutar, lo que se dice disfrutar, yo disfruto en Navidad con el papel de tío. ¡Qué lucimiento! ¡Qué aplausos del público infantil! ¡Qué manera de torear, templar y mandar las llamadas “obligacion­es familiares”!

Ser tío divorciado es una bicoca en la mesa de Navidad, y uno se siente un poco príncipe y algo anarquista frente al orden propio que exige toda comida navideña multitudin­aria. –Buff, ¿tengo que comer sopa? –Has hecho bien en hincharte en el aperitivo. Esta noche, si quieres, el tío te lleva a un McDonald’s. O al cine y nos ponemos ciegos de palomitas.

El tío es el único actor de reparto autorizado a improvisar, saltarse el guión y engañar a las criaturas cuando, por ejemplo, le preguntan por su última pareja o sobre su exmujer.

España ha sido un país de pésimos suegros y grandes tíos. Yo tuve la suerte de crecer entre tíos, que tan pronto te llevaban un sábado al cine como al campo del CE Europa, a una velada de boxeo o una barra americana, bares con penumbras donde una chica rubia que no hablaba inglés ni con acento de Pensacola decía: “¡Qué chico más mono!”. Gracias a los tíos, uno descubría diversione­s, espectácul­os y promesas de libertad muy educativas fuera de las competenci­as paternas.

Yo procuro ejercer de tío artillero aunque disimulo con incentivos a las buenas costumbres, como cuando animo a las sobrinas a recitar un verso en la sobremesa navideña para que después nos sableen y así descubran las virtudes del libre mercado y crezcan con la convicción de que la poesía es rentable. A mi único sobrino, en un ejercicio machista al que no pienso renunciar, le pregunto sobre todo por las niñas del cole y le saco los colores para que se vaya acostumbra­ndo a perder la vergüenza.

El tío goza de una libertad singular y es el único personaje al que se tolera que no haga regalos y dé dinero en efectivo a las criaturas, una acción poco pedagógica. El tío puede decir –y dice– que cerrar el delfinario del zoo de Barcelona es una chorrada o que se muere de sueño, abandona la sobremesa y se va a hacer la siesta, dando, de nuevo, un pésimo ejemplo. –¿Y tú por qué no te casas? Las criaturas disfrutan con las preguntas chafardera­s y pagan al tío con su misma desvergüen­za, cosa absolutame­nte natural aunque los padres les digan que estas cosas no se preguntan.

Habrá quién dirá que los tíos ya no son lo que eran. Y es verdad: ni yo me atrevo a darles a probar coñac o a pedirles que me enciendan los pitillos en Navidad, como hacían los tíos del siglo XX. ¡Qué tíos más grandes!

España ha sido un país de suegros pésimos y grandes tíos, esos anarquista­s que dinamitan la mesa navideña

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