¡Qué tíos más grandes!
La mesa de Navidad es una obra teatral donde un año debutas como niño, otro haces de yerno, más adelante te cae el papel de cuñado o de padre, con suerte representas el de tío y cuando ya acumulas los recursos de actor clásico vienen dos papeles sin lucimiento –suegro y abuelo– y cae el telón.
Disfrutar, lo que se dice disfrutar, yo disfruto en Navidad con el papel de tío. ¡Qué lucimiento! ¡Qué aplausos del público infantil! ¡Qué manera de torear, templar y mandar las llamadas “obligaciones familiares”!
Ser tío divorciado es una bicoca en la mesa de Navidad, y uno se siente un poco príncipe y algo anarquista frente al orden propio que exige toda comida navideña multitudinaria. –Buff, ¿tengo que comer sopa? –Has hecho bien en hincharte en el aperitivo. Esta noche, si quieres, el tío te lleva a un McDonald’s. O al cine y nos ponemos ciegos de palomitas.
El tío es el único actor de reparto autorizado a improvisar, saltarse el guión y engañar a las criaturas cuando, por ejemplo, le preguntan por su última pareja o sobre su exmujer.
España ha sido un país de pésimos suegros y grandes tíos. Yo tuve la suerte de crecer entre tíos, que tan pronto te llevaban un sábado al cine como al campo del CE Europa, a una velada de boxeo o una barra americana, bares con penumbras donde una chica rubia que no hablaba inglés ni con acento de Pensacola decía: “¡Qué chico más mono!”. Gracias a los tíos, uno descubría diversiones, espectáculos y promesas de libertad muy educativas fuera de las competencias paternas.
Yo procuro ejercer de tío artillero aunque disimulo con incentivos a las buenas costumbres, como cuando animo a las sobrinas a recitar un verso en la sobremesa navideña para que después nos sableen y así descubran las virtudes del libre mercado y crezcan con la convicción de que la poesía es rentable. A mi único sobrino, en un ejercicio machista al que no pienso renunciar, le pregunto sobre todo por las niñas del cole y le saco los colores para que se vaya acostumbrando a perder la vergüenza.
El tío goza de una libertad singular y es el único personaje al que se tolera que no haga regalos y dé dinero en efectivo a las criaturas, una acción poco pedagógica. El tío puede decir –y dice– que cerrar el delfinario del zoo de Barcelona es una chorrada o que se muere de sueño, abandona la sobremesa y se va a hacer la siesta, dando, de nuevo, un pésimo ejemplo. –¿Y tú por qué no te casas? Las criaturas disfrutan con las preguntas chafarderas y pagan al tío con su misma desvergüenza, cosa absolutamente natural aunque los padres les digan que estas cosas no se preguntan.
Habrá quién dirá que los tíos ya no son lo que eran. Y es verdad: ni yo me atrevo a darles a probar coñac o a pedirles que me enciendan los pitillos en Navidad, como hacían los tíos del siglo XX. ¡Qué tíos más grandes!
España ha sido un país de suegros pésimos y grandes tíos, esos anarquistas que dinamitan la mesa navideña