La Vanguardia

Feliz Navidad

- C. SÁNCHEZ-MIRET, socióloga Cristina Sánchez Miret

El atentado en el mercado de Navidad de Berlín ha sido un mal comienzo de las fiestas. No pararán; lo sabíamos y cada vez nos lo dejan más claro. Han detenido a dos hermanos en Alemania y siete personas en Australia, todas ellas acusadas de preparar ataques terrorista­s inminentes. Puede ser que las fuerzas de seguridad se equivoquen; no es fácil ahora mismo hacerlo bien por bien que se haga, todo es demasiado complejo y volátil. Pero en ambos casos parece que hay pruebas de que las matanzas estaban planificad­as –respectiva­mente en Oberhausen y en Melbourne– no sólo para segar vidas, hacer propaganda y, supongo, ganarse el cielo, sino para teñir de negro la Navidad.

No sólo se trata de matar, de hacer daño; se trata del miedo, de hacernos patente que todos estamos en riesgo. En este camino los objetivos que abatir son también y principalm­ente, aparte del número más alto de personas posibles, todos los símbolos de nuestra cultura. La Navidad, tenía ya, de entrada, muchos números y le ha tocado; esperamos que no le hayan reservado también el gordo.

Es cierto que la Navidad no es perfecta y son muchas las voces que denuncian o ponen el acento en lo que tiene de impostura; hay muchos motivos para hacerlo y no los negaré. Aunque acostumbra a pasar que cuando atacan de fuera, las voces disidentes de dentro se atenúan, no quiere decir que no tengan razón. Pero lo cierto es que la idea –desnuda, si es necesario, de las connotacio­nes religiosas que molestan a tantos, cada vez a más– es preciosa. Quedémonos, pues, con eso y reforcemos los valores de fondo para que esta, y todas las que tienen que venir, sea una Navidad acogedora para todo el mundo; y, en este sentido, que dure todo el año.

Ello no quiere decir, sin embargo, que haya que imponer la felicidad. Entre otras cosas porque hacerlo implica alejarse de ella o alejarla. Sí que podemos proponerno­s ser propositiv­os y empáticos hacia nosotros mismos –lo pongo en primer lugar porque, si no, no se puede conseguir serlo con nadie más– y hacia los otros. Sólo eso ya cambia muchas cosas. Relacionar­te con el resto de la humanidad a partir del amor, y hacerlo desinteres­adamente, y no de la frustració­n, la competenci­a, el enfado –o cosas peores– hace cambiar el mundo; tanto o más que las mejores políticas públicas que se puedan implementa­r. A ver si conseguimo­s hacerlo en paz.

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