La prenostalgia de Navidad
El otro día, en el programa No
ho sé de RAC1, Anna Punsoda decía que la Navidad sobredimensiona las emociones. Si estás triste, te pones tremendamente triste; si te sientes solo, estás más solo que nunca. Y al contrario, también se acentúan la felicidad, el amor por la familia, el calor del hogar, la caridad, los buenos propósitos y las horteradas con lucecitas, musiquitas y brillantitos dorados que adornan todo eso. Por lo visto, la cineasta Isabel Coixet odia la Navidad. A la editora Ester Pujol le encanta.
A mí la Navidad me da pereza. Los aeropuertos están insoportables. Y si el viaje fuera para ir a Alaska, o Nueva Zelanda, o hacer el Transiberiano, la ilusión sería tan grande que no costaría aguantar las colas y las aglomeraciones, y ahora quítate los zapatos en el arco detector de metales. Pero cuando se trata de dar un salto de media hora para meterte en el piso de tus padres (en el que no sabes ni cómo cabréis todos), el temor a los retrasos, el rollo de facturar maleta y esperar un siglo con el corazón en un puño a que la saquen, no sea que hayan perdido la tuya, es una tortura. Por no hablar de los precios abusivos que los isleños debemos pagar si queremos volver a casa en Navidad.
Entre la cena del día 24, la comida del 25 y los restos del 26, te queda poco tiempo para ver a esos amigos a los que casi nunca ves. Tu agenda parece un Tetris. Y venga a brindar y a beber como los peces en el río, y a contestar todo el rato a las mismas preguntas: qué haces ahora y si estás escribiendo algo. Y ellos, venga a contarte unas vidas que se parecen muy poco a la tuya. Y es raro, porque esas vidas te interesan, por muchos años que pasen.
Es entonces –con tus padres, tus hermanos, tus sobrinos, tus primos, tus tíos, l’abuela, tus viejos amigos–, es al seguir una tradición que consiste básicamente en hablar de todo y de nada, contar chistes sin gracia y decir cosas que ya sabías, cuando te das cuenta de que les echas de menos. Sientes una especie de prenostalgia, una melancolía prematura. Piensas: qué bonito es esto. Sacas una instantánea mental (y otras mil con el teléfono), consciente de que la belleza se encuentra en lo efímero. Si pasaras mucho tiempo aquí, acabarías tan harta como después del cochinillo, el tombet yel frit que te has metido entre pecho y espalda.
Vuelves a Barcelona sobrealimentada de afecto y otros manjares, y te sientes tan bien, que te dices lo mismo que al salir del gimnasio: debo tener mejor predisposición. Pero dura lo que dura una fecha destacada en el calendario. Enseguida retomas la dieta emocional, porque el sentimentalismo en su justa medida es saludable, pero si te pasas, empalaga. Y piensas que la Navidad es un desestabilizador que todos perdonan como te perdonas a ti misma este artículo, justo antes de olvidarte hasta el próximo 25 de diciembre, fum, fum, fum.
El sentimentalismo en su justa medida es saludable, pero si te pasas, empalaga