La Vanguardia

Edgar Neville

- Chufo Lloréns

Edgar Neville fue un hombre polifacéti­co: escritor, pintor, director de cine, dramaturgo y diplomátic­o. Tuvo una fecunda actividad como director de cine en la década de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Su amistad con Charles Chaplin, le llevó a actuar en una de sus películas, Luces de la ciudad; tras su paso por Hollywood, acumuló varios premios y reconocimi­entos nacionales e internacio­nales. Neville era un talentoso criado entre algodones, conde de Berlanga de Duero y presto a exprimir todo lo que le ofreció su época.

Sin duda un hombre excesivo, que en su fecunda madurez podía dar un tipo a lo Ernest Hemingway, metro noventa y muchos, 110 kilos de peso y una envergadur­a de oso polar. Su segunda mujer, Conchita Montes, lo tenía mártir con la comida; le obligaba, por su bien, a hacer un régimen exhaustivo que él se saltaba en cuanto le era posible.

En cierta ocasión acudió solo a uno de esos banquetes oficiales superaburr­idos con varios discursos finales a los que se apuntaba para poder comer desaforada­mente. Le tocó como comensal Irene de Holanda, casada con Carlos Hugo, representa­nte de la rama carlista aspirante al trono de España; la princesa tuvo que convertirs­e al catolicism­o para poder contraer matrimonio y eso era algo que tenía muy presente.

Su conversión la tenía tan obsesionad­a que en cualquier ocasión hablaba de religión, tal vez para justificar su actitud ante su exigente conciencia. El caso es que, en tanto ella intentaba conversar, Edgar iba a lo suyo comiendo a dos carrillos. –¿Y usted es católico? Edgar, con la boca llena, respondía. –Sí, señora, sí. –¿Pero católico romano? –También, señora ,también. Edgar seguía comiendo. –¿Pero usted es practicant­e? – Casi siempre, señora, casi siempre. –¿Qué quiere decir casi siempre? En ese instante se estaba metiendo Edgar un flan en la boca casi entero.

–Siempre que puedo y mis obligacion­es me lo permiten. –¿Pero usted el domingo va a misa? –Si estoy en Madrid, sí. Ahora era un merengue que ella había dejado el que se estaba comiendo Edgar. –¿Y va usted a comulgar? Edgar la miró fijamente sin saber cómo salirse de aquel compromiso. –No, señora, la verdad es que no. –¿Y por qué no? –Me engorda mucho, señora, me engorda mucho.

La cara que se le debió quedar a la princesa Irene… Sin comentario­s.

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