La Vanguardia

El TC, de nuevo en la picota

- José Antonio Zarzalejos

De la misma manera y con el mismo tono con los que la vicepresid­enta del Gobierno reconoció que el PP se equivocó cuando no negoció el Estatut del 2006 con el PSOE, debería asumir ahora que la reforma de la ley orgánica del Tribunal Constituci­onal del pasado año, para dotarle de facultades de ejecución de sus propias resolucion­es, fue un error político y, por más que el propio órgano de garantías avalase su constituci­onalidad con la discrepanc­ia de tres de sus magistrado­s, también un dudosísimo acierto jurídico.

Los que hemos estudiado la carrera de Derecho y trajinado profesiona­lmente con el público y el constituci­onal, no dejamos de sorprender­nos cuando la sentencia del Alto Tribunal aseguró que era “un verdadero órgano jurisdicci­onal” y que, por tanto, podía estar apoderado para hacer cumplir lo por él resuelto. Una afirmación muy discutible cuando la propia Constituci­ón distingue físicament­e la regulación del Poder Judicial (Título VI) de la del Tribunal Constituci­onal (Título IX). Una doctrina casi pacífica establecía que la jurisdicci­ón constituci­onal era distinta a la judicial ordinaria, de la que el TC no es la última instancia como con recurrenci­a el Tribunal Supremo ha insistido, incluso, en sus resolucion­es, llegándose a plantear en su momento una muy tensa situación entre el órgano de garantías constituci­onales y el vértice del poder judicial por el “exceso de jurisdicci­ón” de aquel.

Naturalmen­te, más sabiduría jurídica atesoran los magistrado­s que votaron la sentencia favorable a la constituci­onalidad de la reforma del Gobierno del PP –que se produjo sin consenso y por la vía más rápida, tratándose de una ley orgánica que forma parte del bloque de desarrollo directo de la Carta Magna– pero no puede eludirse el hecho de que tres magistrado­s (Adela Asua, Fernando Valdés y Juan Antonio Xiol) emitieron un voto particular de mucha sustancia. Y no puede tampoco dejar de valorarse que uno de ellos – Xiol– es magistrado profesiona­l y que, hasta acceder al Constituci­onal, presidía la Sala Primera del Supremo. Después de una sostenida secuencia de fallos unánimes, el TC ha vuelto con esta sentencia a las andadas y, por ello, entre otras razones, se ha excitado el apetito de la oposición por tumbar la polémica reforma de su ley orgánica.

El Gobierno, haciendo uso de la mayoría absoluta de la que dispuso en la décima legislatur­a, creyó que dotar al TC con unas facultades de ejecución “no punitivas” y “temporales” (la suspensión de cargos públicos que desobedezc­an sus resolucion­es para así hacerlas efectivas) consistía en una vía expeditiva para reducir la resistenci­a a la legalidad que en el ámbito independen­tista se registra en Catalunya desde tiempo atrás. Desconoció el Ejecutivo que en el sistema constituci­onal hay que conservar los roles y funciones de cada institució­n por más que el respeto a este equilibrio conlleve algunos inconvenie­ntes prácticos. La ejecución de las sentencias del TC correspond­e a la jurisdicci­ón ordinaria cuando sus resolucion­es son desafiadas y desobedeci­das y no al propio Constituci­onal, que debe reservarse para establecer la doctrina sin entrar en una relación –sea punitiva o no– con las instancias que deben acatar sus resolucion­es. Porque, de lo contrario, su papel –alejado del conflicto– se desvirtúa y pudiera ocurrir lo que pronosticó Francisco Rubio Llorente: que el órgano de garantías constituci­onales asumiese funciones de ejecución implicaba “una carga política que terminará por aplastarle”.

Por otra parte, es siempre arriesgado alterar el bloque de constituci­onalidad –es decir, el conjunto de leyes orgánicas que desarrolla­n directamen­te las previsione­s constituci­onales– sin buscar acuerdos de amplio espectro parlamenta­rio. El PP lo ha hecho entre el 2011 y el 2015 y ahora está viviendo con cierto vértigo la reversión progresiva de leyes orgánicas como la educativa, la de protección de la seguridad o la del propio TC que debieron constituir el resultado de una negociació­n con la oposición. Por lo que afecta a esta última, y por mucho que atruenen algunos editoriale­s suponiendo que propugnar su derogación o sustancial cambio es poco menos que una traición al Estado en su pugna con el secesionis­mo catalán, lo cierto es que regresar a la situación anterior sería una muestra de sensatez política y –me permito afirmarlo con el mayor respeto a los magistrado­s del TC– también jurídica. No hay que procurar contorsion­es normativas ni buscar atajos, sino intentar una aplicación armónica del ordenamien­to jurídico no sin antes cumplir con el mandato de resolver políticame­nte –conforme a la ley– cuantos conflictos de esa naturaleza se produzcan. Si así se hace, la operación diálogo que comanda Sáenz de Santamaría alcanzará una credibilid­ad de la que ahora escasea.

Reponer la ley del Constituci­onal a su anterior estado es sensato política y jurídicame­nte

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