Adentrarnos en el misterio de Belén
En este día de Navidad, les propongo adentrarse en el misterio de Belén. Les invito a mirar detenidamente el establo con todo lo que significa y lo que puede evocar en cada uno de nosotros. Hagámoslo, como pide esta fiesta, con humildad y sencillez. Como lo hicieron aquellos pastores –que personificaban los pobres y marginados de aquel tiempo– que se pusieron en camino hacia Belén.
El Papa Francisco nos ha regalado un bonito texto para los que estamos interesados en el papel de la Iglesia hoy. Me refiero a la exhortación apostólica Evangelii gaudium. El Papa nos explica cómo podemos ser evangelizadores en el mundo de hoy y nos recuerda cuál es el contenido de esta evangelización y con qué actitudes y disposiciones tenemos que ser apóstoles, portadores de un Evangelio de gozo y esperanza para la gente.
La Iglesia hoy y aquí no es valorada e incluso podríamos decir que algunos intentan arrinconarla y echarla de las plazas públicas. El mensaje de Jesucristo no interesa y, en todo caso, se deja para las sacristías o para el interior de la conciencia individual. Sobre la Iglesia cae un alud de críticas que los medios de comunicación airean con efectividad y todo tipo de detalles. Estos hechos nos hacen pensar en el misterio de Belén, el misterio del Hijo de Dios, para el cual no había lugar en el hostal a la hora de venir al mundo y que murió en la cruz, "fuera de la ciudad” de Jerusalén, rechazado y escarnecido.
Eso nos lleva a pensar que la Iglesia ha pasado de ser una fortaleza sólida y grande a ser una casa frágil y provisional, expuesta a los vientos y a los fríos, refugio de personas desplazadas en medio de esta sociedad moderna, que parece que prescinde del mensaje religioso. En definitiva, es como un establo.
Mucho antes del Concilio Vaticano II, el teólogo Karl Rahner hablaba de una “Iglesia de la diáspora” o de la situación del cristiano en un mundo que ya no es cristiano. Y señalaba las condiciones en que vive la Iglesia: globalización, pluralismo radical, secularización. Lo que anunciaba Rahner se ha cumplido e, incluso, ha ido más allá. La disminución numérica de los cristianos no nos tiene que llevar al desánimo o a abandonar el trabajo evangelizador. Más bien al contrario, esta situación nos tiene que llevar a entregarnos con más ardor a la acción misionera, como nos pide –y es ejemplo– el papa Francisco.
Karl Rahner dijo que “el cristiano del futuro o será místico o no será”. ¿Qué quería decir? Que tenemos que centrarnos más y más en el misterio de Cristo; que nos tenemos que adentrar en el misterio y el mensaje de Cristo. La dimensión mística de la fe cristiana tiene las raíces en la contemplación y el amor a Jesucristo como el don mayor que Dios Padre ha dado al mundo. El gozo cristiano de la Navidad encuentra aquí las raíces.
Dejadme desear a todo el mundo una buena Navidad con las palabras de dos grandes místicos, san Juan de la Cruz y el beato Ramon Llull. El primero, en su Subida del monte
Carmelo, nos invita a vivir la alegría exultante por el don que Dios Padre nos ha hecho en Cristo: “Porque dándonos, como nos dio, su Hijo, que es su Palabra –y no tiene otra–, nos lo ha dado al fin y al cabo y de una sola vez en esta Palabra única, y ya no tiene que hablar más”. Llull, en el Libro de Contemplación, nos invita a poner nuestra alegría en Dios, con una plegaria propia de Navidad: “Es tan grande la alegría que habeis puesto en mí, que mi gozo de alegría y de fuerza, cuanto menos me lo atribuyo a mí, más lo atribuyo a Vos: pues poco valdría si me lo atribuía a mí. Por eso, complaceos, Señor, que todo bien lo entienda de Vos, que sois mi Creador y mi Dios”. Les deseo a todos una jubilosa y santa Navidad.
La Iglesia ha pasado de ser una fortaleza sólida y grande a ser la casa frágil, expuesta a los vientos y a los fríos