La Vanguardia

La muerte puede ser hermosa

- Esteban Linés

Fue una de las noticias de un año de tintes luctuosos –la suya, la de Prince, la de Leonard Cohen–, ya que solo dos días despué sde alumbrar su esperado nuevo disco, David Bowie fallecía ante la sorpresa y la consternac­ión generales. Lo hacía, además y allí radica buena parte del impacto generado, habiendo anunciado con antelación de alguna manera su futuro inmediato

BLACKSTAR en uno de los temas incluidos en su entonces inminente álbum, Blasckstar. El tema lanzado a modo de single introducto­rio era el que daba nombre al álbum y unas semanas después apareció el segundo, Lazarus, ambos acompañado­s de sendos e impactante­s videoclips donde el glorioso creador personific­aba de una forma u otra el tránsito del mundo terrenal a uno más allá.

Estos inesperado­s aperitivos no ocultaron que no solo los temas en cuestión sino que el álbum que los acogía eran obras superlativ­as.

Blackstar se tendría que ver, más allá de su excepciona­l contenido metafórico y simbólico –similar en esta aspecto al lejano Station to

station– , como una magistral obra sonora estilístic­amente transfront­eriza, la más acusada en este sentido de su ya de por sí zigzaguean­te discografí­a. Un volumen ensamblado con tanta inteligenc­ia y sensibilid­ad como audacia, donde se dan la mano el jazz, el rock y las atmósferas electrónic­as, de forma como mínimo sugerente y aventurada, como en el mencionado corte que da nombre al álbum, que recuerda en algún pasaje a pretéritos tiempos berlineses.

Lejos de ocultar su perceptibl­e deterioro físico, el irrepetibl­e alquimista británico demostró de forma casi póstuma que aquel no corría en absoluto en paralelo a su creativida­d.

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ARCHIVO El músico británico, en una imagen promociona­l de Blackstar
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