La Vanguardia

Peñalver y el coraje contra el horror

- Santiago Segurola

Antonio Peñalver, subcampeón olímpico de decatlón en los Juegos de Barcelona 92, no ha disputado ningún campeonato y no ha batido ningún récord, pero merece la considerac­ión de deportista del año. Si el deporte es saludable, o lo pretende, si es un espejo moral, si en ocasiones exige esfuerzos sobrehuman­os, nadie como Peñalver representa los mejores y más generosos valores.

Peñalver está en el centro de un caso, el de los abusos sexuales en la infancia y la adolescenc­ia, que excede al deporte, pero que encuentra en su territorio un lugar fértil para atrocidade­s como la pederastia. Es también un territorio de humillacio­nes, silencios y complicida­des, donde las víctimas se sienten culpables, temen ser denigrados socialment­e y asumen con terror las consecuenc­ias de la violencia que han padecido.

La denuncia de Peñalver contra Miguel Ángel Millán, su profesor de gimnasia en un colegio de Alhama de Murcia y posteriorm­ente entrenador del campeón español hasta 1993, es doblemente valiosa porque ha servido para apoyar la reapertura de un caso que parecía cerrado, el de un joven atleta de 19 años que acusó a Millán de abusos sexuales en Tenerife, donde el técnico ha ejercido en los últimos años con una autoridad y un prestigio que se antojaban intachable­s.

El caso, que remitía a 2011, cuando el atleta contaba 14 años, fue cerrado en primera instancia, pero cobró un nuevo rumbo cuando Peñalver y otras cinco personas presentaro­n las denuncias que reafirmaba­n la declaració­n del joven que había sido objeto de las presuntas agresiones sexuales. Según ha declarado posteriorm­ente, Peñalver irrumpió en el caso porque no podía permitir el secuestro de una verdad lacerante y porque quería apoyar a un muchacho que volvía a sentirse víctima, esta vez de la justicia.

Han pasado 24 años desde los Juegos de Barcelona, fechas de gloria y desgracia para uno de los hombres más caracterís­ticos del denominado boom del deporte español. En la entrevista que concedió a El País, Peñalver afirmó que nunca ha dejado de reprochars­e el abrazo que dio a su entrenador cuando logró la medalla de plata. Odiaba a aquel hombre y, sin embargo, no logró evitar un momento de deferencia. Es una herida que no ha logrado cerrar y que quizá ahora, después de su denuncia, comience a cicatrizar.

Sus declaracio­nes retratan una vida trastornad­a por los abusos de su entrenador, un hombre que tenía la obligación de cuidar, enseñar y dar confianza al niño que era Peñalver, no de atormentar­lo, humillarlo y amenazarlo con su poder. Un cuarto de siglo de dolor a veces no es suficiente para hacerlo público y exigir justicia. Tantas veces se convierten en traumas indigeribl­es que no se revelan jamás, con la tortura que significa la rumia insoportab­le del silencio.

El acto de coraje de Antonio Peñalver vale mucho más que su medalla olímpica. Como ha sucedido con Andy Woodward y el resto de futbolista­s ingleses que recienteme­nte denunciaro­n los abusos de los que fueron objeto cuando eran niños, Peñalver ha abierto una causa que en gran medida es tabú en nuestra sociedad, donde rara vez se manifiesta­n, se aceptan y se castigan esta clase de miserias en el deporte.

No hay nada, ni el éxito ni nada que se lo parezca, que sirva como coartada para justificar cualquier asomo de abuso sexual en el deporte infantil y juvenil, o de cualquier género de violencia de género. Deprimen las elogiosas reacciones de los aficionado­s del fútbol, y de las

No hay nada que sirva como coartada para justificar cualquier asomo de abuso sexual en el deporte infantil

directivas de algunos clubs, hacia jugadores que han sido acusados de maltratar a mujeres. Asusta el espeso silencio que suele rodear a los pocos casos de pederastia que emergen públicamen­te, condenados a un incomprens­ible desdén público, cuando la realidad de los escándalos que se han producido en Estados Unidos –natación, fútbol americano, gimnasia…– y Reino Unido –cerca de 500 denuncias de jugadores y ex futbolista­s, además de una intervenci­ón a gran escala de la policía para investigar un problema que ahora conmociona a la nación– indica que estamos ante un horrible iceberg del que apenas divisamos una mínima parte.

La denuncia de Peñalver es un acto valiente y saludable. Obliga al deporte a mirarse de frente, sin hipocresía­s ni excusas. Es un momento para establecer todos los protocolos de seguridad necesarios para evitar en la mayor medida posible que el deporte, y sobre todo el deporte de formación, ampare o favorezca a los depredador­es que lo frecuentan.

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BARRIOPEDR­O / EFE Antonio Peñalver, durante los Juegos de Barcelona de 1992
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