Espiral de intransigencia
La peripecia de muerte que protagonizó Anis Amri, asesinando a Lucas Urban, el conductor polaco del camión con el que acabó con la vida de otras once personas, atravesando la mitad de Alemania y parte de Francia hasta caer abatido en Milán, se volverá una historia anónima en su comunidad de referencia y en el terrorismo islamista. Sus inconfundibles facciones serán olvidadas pronto hasta por los adeptos a seguir por internet las hazañas del yihadismo. Pero quedará en las sociedades europeas un rastro de temor, una dosis mayor de prejuicio xenófobo, un sentimiento de alerta. Nos hemos olvidado ya de la identidad de quienes perpetraron los atentados de París, en enero y en noviembre del 2015, y hasta del municipio bruselense de Molenbeek. Pero va decreciendo el ánimo de acogida, de integración, incluso de socorro hacia aquellos congéneres que huyen de las mayores atrocidades. La parsimonia con la que las sociedades democráticas contemplan lo que sucede en Siria es su peor reflejo. No sólo Trump dice que “los rusos saben lo que hacen”. El cinismo contagia las cancillerías y a los señores de la guerra del mundo occidental. Las sociedades informadas contemplan a una distancia creciente eso que las interpela, una sucesión cosificada de imágenes y noticias que hablan de algo increíble en medio de una maraña de actores que da pereza diferenciar.
Europa entera corre el riesgo de verse sumida en la espiral. Basta un asesino de alemanes para que se incremente en dos puntos o los que sean las perspectivas electorales de la animadversión populista contra el extranjero en el país de Angela Merkel. La clave del extremismo de derechas en Europa es la misma que la del terrorismo islamista, como la de cualquier otro terrorismo. Es la percepción del asesino como un ser anónimo cuya identidad nada importa porque prevalecen sus motivos, su obediencia a un destino inescrutable. El colectivo es declarado culpable en su conjunto, también porque nunca denuncia al ejecutor que lleva dentro. No hay responsabilidades individuales más que en el plano estrictamente judicial. El islamismo se resiste a depurar el yihadismo que enraíza en su seno porque forma parte de él en cualquiera de sus manifestaciones. La extrema derecha populista cuenta en ello con su mejor argumento. Una vez muerto, Amri es únicamente sospechoso de lo que se le imputa. No queda otra causa pública que la del muro de contención frente a esa doble corriente de refugiados y migrantes ante los que nuestras puertas permanecen cada día más cerradas.
Tampoco es casual que apenas se hable ya de multiculturalismo. Es como si la utopía se hubiese desvanecido por falta de una demanda expresa. Solo permanece en el ambiente un bienquedismo más o menos compasivo, que se horroriza –nos horrorizamos– ante un panorama tan desagradable. Al mismo tiempo Europa entera admite su impotencia para hacer realidad una convivencia armoniosa en una diversidad que vaya más allá de lo que las leyes dicten en cada momento. La universalidad en que se basan los principios de la democracia liberal no alcanza ni para integrar de buen grado a todos los habitantes legales de las sociedades europeas. El fracaso parcial de la misión resulta tan desconcertante que polariza actitudes acuciadas por la espiral. Se ha generado toda una corriente restrictiva de las libertades y los derechos que, en el fondo, entiende la universalidad de la democracia liberal como un ideal realizable solo entre quienes son nacionales desde sus bisabuelos añadiendo, si acaso, a unos pocos asimilados. No todos los que culpan a Merkel del atentado de Berlín lo dicen abiertamente, cuando ella misma se autoinculpó al precipitarse en el señalamiento de un refugiado como autor de la matanza. La comunidad islámica europea no tiene por qué sentirse interpelada cuando el multiculturalismo ha decaído como logro, también, de la intransigencia que anida en su seno.
El cierre de fronteras al que, finalmente, se han avenido todos los gobiernos y asumen todas las sociedades europeas es, en el fondo, una reacción instintiva frente a un problema inabarcable. La espiral de la intransigencia da lugar a un círculo diabólico que hace coincidir el interés de los extremos y, sobre todo, exige al público que tome postura entre buenos y malos antes de enjuiciar el mal. El nihilismo es una patología moral que anula la conciencia de tanta gente en esta Europa aturdida entre la crisis fiscal y la avenida migratoria que no deja lugar al optimismo. Sobre todo cuando las políticas nacionales dejan pasar el tiempo lamiéndose sus heridas partidarias.
Va decreciendo el ánimo de acogida, de integración y de socorro hacia los que huyen de las mayores atrocidades