La Vanguardia

El final del camino

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El final de una vida es algo aleatorio. Unos arrastran una enfermedad que los atrapa en su propia mente, para siempre desorienta­dos, cautivos de una imaginació­n febril plagada de monstruos. Otros muerden, arañan y gritan desesperad­os por una falta de estímulos que les plantea por qué levantarse cada mañana. Algunos llaman a un hijo sin rostro, a gritos, reclamando el sinsentido de su ausencia y situación. Unos cuantos persuadido­s de que sus padres viven, los quieren ver desafiando la aritmética de los años.

Los hijos, apenas reconocido­s, hacen las veces de padres, hastiados de que la vida les lleve a esta necesaria suplantaci­ón de papeles, inciertos de cómo se portarán sus propios hijos en un futuro que corre veloz con el tiempo. Por otro lado, otros se van apagando dignamente sin aspaviento­s, mudos en un mundo interior que sólo entiende el cónyuge, que, a su lado, honrando su vida en común, suplanta residencia­s hasta el previsible final.

Queda el recuerdo de recias personalid­ades, de saber enciclopéd­ico, de creador de ideas fascinante­s e historias imposibles, de récords olímpicos, de buen marido, de mejor esposa, madre, amiga. Todo se disipa con el tiempo y luego alguien, muchos años después, se preguntará quién habrá sido realmente esta persona. Y ya nadie quedará para contestar.

LUIS PERAZA PARGA

Kansas City (Misuri)

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