Esperando a un nuevo Carter
La diplomacia estadounidense desde el 11-S ha favorecido el terrorismo que pretendía erradicar
Jimmy Carter, cuando fue presidente de EE.UU. entre 1977 y 1982, consiguió que el rais de Egipto Anuar el Sadat y el primer ministro israelí Menahem Begin se reunieran en su residencia de Camp David para firmar sus famosos acuerdos de paz. No concernían a todos los países árabes sino sólo a Egipto e Israel, aludiendo a la cuestión palestina en unos párrafos secundarios del texto.
Jimmy Carter fue el presidente norteamericano que más éxito obtuvo en el complicado Oriente Medio al establecer la base de una convivencia pacífica que debía extenderse para acabar el estado de guerra casi permanente desde 1948 en la región.
Carter sin embargo no pudo ayudar a su aliado el sha de Persia, derrocado por la revolución islámica de 1979 del imán Jomeini que humilló a EE.UU. con la prolongada ocupación de su embajada en Teherán.
El reino de Jordania y la OLP de Yasir Arafat firmaron otros pactos posteriores aunque fueron calificados de acuerdos de paz fría. Los que concernían a Israel y los palestinos han pasado a la historia como los acuerdos de Oslo. Desgraciadamente, el proceso de negociación entre palestinos e israelíes está muerto y enterrado. Ningún presidente estadounidense ha logrado resucitarlo.
Desde 1950 EE.UU. aplicó en Oriente Medio su estrategia de guerra fría, asumiendo la herencia de Gran Bretaña y Francia y oponiéndose a la penetración soviética.
Al principio, los presidentes Truman, Eisenhower y Nixon se preocuparon por temas como la creación y consolidación del Estado de Israel y la explotación de los yacimientos de petróleo, garantizando el suministro no sólo desde las monarquías árabes del Golfo sino también desde Irán. La CIA, en este sentido, intervino en 1956 en el golpe de Estado contra el primer ministro Mosadeq que aspiraba a la nacionalización del crudo iraní.
Después de la guerra de 1973 entre Israel y los países árabes, la Casa Blanca inauguró una etapa de gran actividad. El secretario de Estado, Henry Kissinger, se comprometió con sus idas y venidas entre El Cairo y Tel Aviv, Tel Aviv y Damasco –la llamada shuttle diplomacy–, a separar las fuerzas en el campo de batalla. De esta forma, desbrozó el camino a futuros acuerdos.
España había representado los intereses de Estados Unidos en El Cairo, pero con los viajes del presidente Nixon a las capitales árabes se reanudaron sus relaciones diplomáticas. El rais Anuar el Sapara dat cambió de rumbo al rechazar la ayuda que enviaba la URSS desde los tiempos de Naser y confiar en la Administración estadounidense. Este acercamiento, sin embargo, provocó el refuerzo de la alianza del Kremlin con Siria e Irak. El bloque de los estados prooccidentales dominado por Arabia Saudí, cuna del integrismo islamista, aumentó su poderosa influencia en Oriente Medio.
Si hasta entonces la cuestión palestino-israelí, corazón del problema de Oriente Medio, había sido una de las prioridades de la Casa Blanca, la revolución iraní, la guerra soviética en Afganistán, el terrorismo de Al Qaeda, ampliaron los temas de su acción en Oriente Medio.
El presidente Bill Clinton convocó en vano en 1999 una conferencia –Camp David II–, que fracasó por la imposibilidad de alcanzar un acuerdo sobre el estatus de Jerusalén.
A consecuencia del ataque terrorista del 11 de septiembre del 2001, el presidente Bush decretó las guerras contra Afganistán e Irak, convirtiendo Oriente Medio en un abierto campo de batalla y en el centro internacional del terror. El presidente George W. Bush quería hacer de Irak, desembarazado de Sadam Husein y del partido Baas, un escaparate su programa de democratización de Oriente Medio.
Después de que declarase oficialmente el final de la guerra, comenzó una sangrienta contienda de liberación contra las tropas invasoras, doblada de guerras intestinas entre suníes y chiíes que han descuartizado Irak, al que los estadounidenses impusieron una Constitución de naturaleza confesional y étnica como en Líbano.
El altivo alto comisario estadounidense, Paul Bremer, calzado siempre con botas de vaquero, fue la imagen de un poder colonial. Tuvo la iniciativa perversa de desmantelar las fuerzas de seguridad, el ejército y la administración del Baas. Sadam fue ahorcado e Irak se convirtió en una tierra de nadie propicia a milicias de toda calaña.
Los kurdos consolidaron su identidad en una región autónoma en el norte del país, el gobierno de Bagdad cayó bajo la influencia iraní y los antiguos partidarios de Sadam pasaron a nutrir las filas del Estado Islámico.
Si las administraciones de los Bush –padre e hijo– precipitaron a Irak a este caos, el presidente Barack Obama ha sido como un cataclismo en el norte de África y en estos pueblos del levante árabe. Había iniciado su mandato con un anhelo de apertura política respecto al islam, con voluntad de insuflar vida al proceso de paz palestino-israelí. Retiró a las tropas de Irak pero atrás dejó un Estado fracasado. Además, Siria, el corazón de los árabes, ha sido irremediablemente destruida. El monstruo del Estado Islámico, en definitiva, ha sido una pesadilla para Washington. La diplomacia estadounidense desde el 11-S ha favorecido el terrorismo que pretendía erradicar.
Nadie sabe qué hará ahora el demagógico y ambiguo Donald Trump. En todo caso, parece bastante claro que Oriente Medio, especialmente Israel y Palestina, necesitan a un nuevo Jimmy Carter.
Jimmy Carter ha sido el presidente de EE.UU. que más éxito ha tenido con la paz en Oriente Medio