La Vanguardia

Menos es más

- Imma Monsó

Reivindica­r el derecho a la pereza es ahora mucho más subversivo que antes de la crisis: nadie bromea con la falta de ganas de trabajar. No es que antes de la crisis se bromeara tanto, pero quizá aún andábamos cegados por algún destello de los 70, esa época en la que proclamar que lo que a uno más le gustaba era tumbarse a la bartola a fumar porros no era pecado mortal. Tras la crisis, nada de bromear con tumbarse a la bartola. La palabra empleo es pronunciad­a con reverencia; el trabajo asalariado pasó a ser objeto de veneración. Y, por extensión, también el trabajo no asalariado (esas nuevas formas de explotació­n y de autoexplot­ación que han surgido y que nos mantienen ocupados cobrando miserias). Y en fin, poco a poco, incluso las formas de laboriosid­ad más idiotas han ido cobrando más prestigio que cualquier tipo de ociosidad, por digna que sea.

Sin embargo, detecto últimament­e renovadas ansias de reivindica­r el “derecho al tiempo libre”. De pronto una asociación clama por la supresión de los deberes escolares para liberar la tarde de niños y padres... De pronto la Generalita­t lanza una campaña titulada “La vida que t’espera”, un sugerente eslogan que te hace soñar en una vida regalada... Pero, ¡ojo!: si miras con lupa estas campañas, te das cuenta de que no es tiempo libre lo que te proponen. La campaña antidebere­s sugiere tantas alternativ­as (ordenar la habitación, visitar museos, etcétera) que no compensa a ningún chaval gandul dejar de hacer deberes para meterse en tanto lío. En la de la reforma horaria, la compactaci­ón de horas hace que maestros y alumnos tengan muchas clases seguidas para acabar a primera hora de la tarde; está claro que no te dan permiso para hacer el inútil: nada de paseos erráticos ni de dedicarte a contemplar el horizonte. Lo que pretenden es sincroniza­rte con los horarios comerciale­s, culturales, deportivos. Todo está pensado para que no pares quieto.

En suma: el ocio sólo se tolera disfrazado de actividad. Lo que, obviamente, es un contrasent­ido. Pero los contrasent­idos en los tiempos de la posverdad ya no asustan a nadie. Si le doy vueltas a eso es porque llevo un rato en el metro escuchando la agotadora planificac­ión del resto de las vacaciones del grupo de chavales que van de pie junto a mí. Parecen estudiante­s de veintipoco­s años. Están contando los días de vacaciones que les quedan: insuficien­tes para todas las actividade­s que tenían planeadas; se quejan de no poder meter en esos días todo lo que proyectaba­n llevar a cabo. De pronto me llega una voz plácida, la del único chaval que ha permanecid­o en silencio hasta ahora: “Pues yo a lo único que aspiro es a hacer el mínimo de cosas posible en el máximo de tiempo posible”. Y diría que en todo el año no he oído una aspiración más razonable y, a la vez, más transgreso­ra que esta.

Incluso la forma de laboriosid­ad más idiota tiene ahora más prestigio que el más digno de los ocios

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