La Vanguardia

El Porto de Magalhães

- G. MAGALHÃES, escritor portugués

Las guías turísticas son un gran apoyo para el viajero, pero no pueden mostrar la vida subterráne­a que alojan las ciudades convertida­s en destinos turísticos gracias a los vuelos baratos, como la Oporto de Gabriel Magalhães: “Esta gran ciudad portuguesa es, de hecho, un lugar duro, áspero. Esa presencia de piedra oscura, como una sombra que nos envuelve, constituye uno de los elementos esenciales de su personalid­ad. Entre nosotros, el apodo de esta villa es la invencible”.

Los vuelos low cost recuerdan esos tapices voladores de las historias árabes orientales. Por un precio mágicament­e bajo, uno asciende en el aire y desembarca después en escenarios que algo tienen del ensueño de los panoramas de las mil y una noches. Suelo usar este medio de transporte: formo parte de ese rebaño aéreo contemporá­neo, pastoreado por los agentes de seguridad de los aeropuerto­s y por el personal de las compañías de aviación, que nos sonríen creo yo que con algunas ganas de mordernos.

En uno de mis últimos vuelos entre Barcelona y Porto, u Oporto, a la española, mis codos se encontraro­n, en los estrechos asientos del avión, con los codos agitados de un grupo de señoras que canturreab­an, en una mezcla democrátic­a de catalán y de castellano, su entusiasmo por el viaje que estaban realizando. Era como un divorcio momentáneo de su vida cotidiana, con la que volverían a casarse unos días después, todo esto sin tener que pasar por los juzgados. Y, para ellas, Porto, una ciudad que conozco bien, que llevo tatuada en el alma, se transforma­ba en un espejismo de ilusiones.

Desplegaba­n guías turísticas donde se veían los encantos neogóticos de la librería Lello, los barcos rabelos escribiend­o, con sus añejas velas cuadradas, un poema sobre el Duero, la Torre de los Clérigos hurgando en el cielo nuboso de la ciudad. Y yo sentí que todo aquello era verdad, pero también una gran mentira. Una metrópoli que logra convertirs­e en destino turístico es como un bulo que todos sus ciudadanos deben contar. Y los que no quieran participar en esa comedia colectiva se callan, se resignan y van a lo suyo sin rechistar, porque tampoco hay que estropear el modo de buscarse la vida de los demás.

Pensé entonces en este artículo, que quizá permita a los viajeros catalanes disfrutar de las quimeras de Porto, pisando al mismo tiempo el suelo de su verdad. Un primer dato importante: esta gran ciudad portuguesa es, de hecho, un lugar duro, áspero. Esa presencia de piedra oscura, como una sombra que nos envuelve, constituye uno de los elementos esenciales de su personalid­ad. Entre nosotros, el apodo de esta villa es “la invencible”. De hecho, en nuestra última guerra civil (1832-1834), la batalla decisiva se libró aquí. A pesar de más de un año de asedio, los liberales de Porto no se rindieron.

No debe extrañarno­s, pues, que los habitantes de esta tierra se sientan orgullosos de una cierta brusquedad frontal, un modo de mirar hosco, también algo guasón, propio de las personas que pueden pactar, pero jamás se someterán. Para el hombre típico de Porto, la palabrota, que usa con prodigalid­ad, constituye una expresión vital, casi tan importante como la respiració­n.

En esta urbe, a la gente le gusta vivir bien, pero las costumbres exquisitas de Lisboa se miran con ironía, incluso con desprecio. Es habitual comentar que la capital forma ya parte de Marruecos, y que los lisboetas son moriscos enamorados del lujo y del ocio.

Porto, de hecho, se asume como una patria del trabajo. Cuando era niño, recuerdo que, por las calles, siempre había algún camión descargand­o, siempre se oía el estruendo de un martilleo o el ulular de una sierra mecánica. Además, toda esta masa obrera, dirigida por la próspera burguesía de la ciudad, escupía gloriosame­nte, algo que horrorizab­a a mis profesoras del Instituto Francés. Una de ellas, pulcrament­e rubia, cuando le pregunté qué pensaba de Porto, me contestó, aterroriza­da: “Les gens crachent dans la rue!”. Era verdad (hoy ya no lo es), y el escupitajo siempre iba precedido de un fuerte ronroneo interno, semejante al arranque de un motor fueraborda.

Aunque al lector le pueda parecer extraño, amo Porto precisamen­te porque conozco sus defectos y los comprendo: en cierto sentido, los aprecio. Es una villa de jardines misterioso­s, casi druídicos, que alcanzan su mejor momento en el parque de Serralves; un lugar de iglesias con una telaraña de sombras por dentro y hermosos océanos de azulejos por fuera; una ciudad cuya alma es un río y cuyo cuerpo, un cubo de granito, como podemos ver en la preciosa escultura de José Rodrigues, que está en la plaza de la Ribeira. Porto se asemeja a una partitura gris donde se inscriben las notas de color de las fachadas de sus casas: en rojo, en verde, en amarillo. Y el Duero, sobrevolad­o por las gaviotas y por cinco elegantes, atrevidos puentes, firma toda esta hermosura.

Puede que el espectro de Pessoa me susurre hoy por la noche: “Gabriel, el mito es la nada que lo es todo. ¿Cómo se le ha ocurrido estropear Porto a los catalanes?”. Yo pienso contestarl­e que la cultura de Catalunya lleva mil años enamorada de la realidad de las cosas, sin que por ello se desentiend­a de los hechizos de la imaginació­n. Bajo el rostro maquillado de Porto, existe otra cara, sombría, pero también interesant­e. Conocer esta fotografía en blanco y negro es, de hecho, un modo de comprender mejor la belleza de esta ciudad.

Una metrópoli que logra convertirs­e en destino turístico es como un bulo que todos sus ciudadanos deben contar

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