La Vanguardia

Los auriculare­s

- Joan-Pere Viladecans

Convenient­emente insultado por los ciclistas, que toleran mal a los peatones desatentos, el bípedo paseante, de toda clase, género y condición camina con unas extensione­s en las orejas que, a base de perseverar en su uso, algún día pueden llegar a evoluciona­r la anatomía de la mollera humana. Darvinismo tecnológic­o. A fin de cuentas hay indígenas que desarrolla­n artificial­mente sus lóbulos y labios –los cayapós, por ejemplo–, es lo que los antropólog­os definen como “modificaci­ones culturales del cuerpo”. ¿Hay algo más cultural y contemporá­neo que ir permanente­mente conectado a unos auriculare­s? Averiguar lo que escucha el personal mientras pasea, va al trabajo, en bus o en metro, es difícil. O lo parece. Urge una encuesta. Una comisión. Un grupo de trabajo ¿Un gabinete de crisis? Dejémoslo en manos de los políticos, que ellos sí que saben hacer hipótesis.

Nos encajamos los auriculare­s para estar conectados a algo, y si se trata de la radio, a alguien. Los más jóvenes llevan su singular botín musical, y algún melómano solvente, su Liceo particular o la Filarmónic­a de Viena si va para nota. Quizá los más fáciles de identifica­r por su apariencia sean los aficionado­s al rock duro, el heavy, o los fans de Metallica. Los chicos y chicas del polígono tienden a la extroversi­ón: canturrean y se menean a los sones del trap o el reggaeton mientras esperan a que cambie el semáforo. Un apresurado con pinta de ejecutivo se colgará de Springstee­n para darse ánimos, dicen que no falla. Efectivame­nte: hipótesis.

El caso es que pasear, deambular y escuchar música es un gran logro de nuestro tiempo. Aunque posiblemen­te también estemos en una derivación posmoderna del síndrome del hórror vacui, tan analizado en la historia del arte. O del miedo al silencio y al vacío. O del pavor a uno mismo y a los propios pensamient­os. O que, simplement­e, el panorama tecnológic­o, y sus múltiples prestacion­es, nos aboca a la hiperactiv­idad. O de rechazo al murmullo impertinen­te de las grandes ciudades. O... Pero el paseo, el mundo a media marcha, el sonido natural y la mirada atenta al espectácul­o de la vida, al diorama cotidiano poblado de personajes e impresione­s, siempre tendrá sus partidario­s. Y no sólo en el mirar para ver. Robert Walser, en su extraordin­ario libro El paseo, nos asombra con las virtudes del caminar. Hoy por hoy: ¿una quimera? No, no puede ser posible.

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