Los auriculares
Convenientemente insultado por los ciclistas, que toleran mal a los peatones desatentos, el bípedo paseante, de toda clase, género y condición camina con unas extensiones en las orejas que, a base de perseverar en su uso, algún día pueden llegar a evolucionar la anatomía de la mollera humana. Darvinismo tecnológico. A fin de cuentas hay indígenas que desarrollan artificialmente sus lóbulos y labios –los cayapós, por ejemplo–, es lo que los antropólogos definen como “modificaciones culturales del cuerpo”. ¿Hay algo más cultural y contemporáneo que ir permanentemente conectado a unos auriculares? Averiguar lo que escucha el personal mientras pasea, va al trabajo, en bus o en metro, es difícil. O lo parece. Urge una encuesta. Una comisión. Un grupo de trabajo ¿Un gabinete de crisis? Dejémoslo en manos de los políticos, que ellos sí que saben hacer hipótesis.
Nos encajamos los auriculares para estar conectados a algo, y si se trata de la radio, a alguien. Los más jóvenes llevan su singular botín musical, y algún melómano solvente, su Liceo particular o la Filarmónica de Viena si va para nota. Quizá los más fáciles de identificar por su apariencia sean los aficionados al rock duro, el heavy, o los fans de Metallica. Los chicos y chicas del polígono tienden a la extroversión: canturrean y se menean a los sones del trap o el reggaeton mientras esperan a que cambie el semáforo. Un apresurado con pinta de ejecutivo se colgará de Springsteen para darse ánimos, dicen que no falla. Efectivamente: hipótesis.
El caso es que pasear, deambular y escuchar música es un gran logro de nuestro tiempo. Aunque posiblemente también estemos en una derivación posmoderna del síndrome del hórror vacui, tan analizado en la historia del arte. O del miedo al silencio y al vacío. O del pavor a uno mismo y a los propios pensamientos. O que, simplemente, el panorama tecnológico, y sus múltiples prestaciones, nos aboca a la hiperactividad. O de rechazo al murmullo impertinente de las grandes ciudades. O... Pero el paseo, el mundo a media marcha, el sonido natural y la mirada atenta al espectáculo de la vida, al diorama cotidiano poblado de personajes e impresiones, siempre tendrá sus partidarios. Y no sólo en el mirar para ver. Robert Walser, en su extraordinario libro El paseo, nos asombra con las virtudes del caminar. Hoy por hoy: ¿una quimera? No, no puede ser posible.