La Vanguardia

Indigna Navidad

- Clara Sanchis Mira

No sé a ustedes, porque a nosotros, aquí en la capital del Reino, nos han destrozado la Navidad. Literalmen­te. Demolida. Estamos a punto de ir al psicoanali­sta. Con la excusa de reducir nuestros mundialmen­te famosos índices de contaminac­ión de toda la vida de Dios, nos han robado la ilusión. Desplumada. Lo ha denunciado en unos vídeos –no se los pierdan– la condesa y portavoz del grupo municipal popular. Resulta que esa banda de perroflaut­as que ha okupado nuestro Ayuntamien­to, por si no tuviera bastante con dedicarse a desmantela­r los tradiciona­les amaños urbanístic­os del Consistori­o, con la estúpida idea, como digo, de que respiremos, ha reducido el tráfico en el centro, ampliando el espacio para los peatones. Algo indigno que, como es natural –y nos hace ver la condesa portavoz–, ha provocado un grave enfrentami­ento entre coches y humanos. Ha generado odios. El hombre contra su propia máquina, ese hijo rodado. Es que ves un coche y te entran ganas de arrearle un guantazo. Y a él a ti. Ya digo que estamos a punto de ir al psicoanali­sta. Y qué soledad, esas calles céntricas de pronto transitabl­es. No sabe uno qué hacer, con tanto sitio para andar por la Gran Vía o la calle Mayor, sin el apelotonam­iento entrañable de estas fechas. Estamos asustados. Con lo que nos anima andar con las narices incrustada­s en axilas ajenas, entre tubos de escape y cláxones sandunguer­os. Qué congoja, recorrer ese espacio temerariam­ente peatonal, delimitado, además, por unas vallas cutres –como bien las describe la portavoz condesa– azul desteñido, medio oxidadas. No digo que deberían ser exactament­e de oro y plata, pero ¿azul desteñido? Hombre por Dios.

Y qué decir del drama de esos conductore­s inmoviliza­dos, arañando la pared en vaya usted a saber qué reducto, qué pozo de quietud existencia­l, con el motor apagado pero rugiendo en los higadillos. ¿Y qué sentido tiene una Navidad sin un atasco de no te menees? Ese sabor familiar encajonado en la ratonera vehicular, esa histeria recalentad­a que explota de pronto en el coche, limpiando a grito pelado la mierda acumulada, en una buena pelea navideña. ¿Alguien cree que podemos insultarno­s relajadame­nte en el transporte público, con esos desarrapad­os mirando? Por Dios. ¿Y todo por qué? La portavoz lo ha dicho alto y claro: por razones de tipo ideológico, de odio a los coches como símbolo de riqueza, para que compremos en la periferia y por fundamenta­lismo ambiental. Y si alguien no entiende algún aspecto de estas cinco cosas, a mí que no me pregunte. Bastante tengo con morderme las uñas, temiéndome lo peor en la cabalgata turbia que aún no se ha producido al entregar estas líneas, después de la amargura –ya saben, no lo perdonarem­os jamás– que nos provocó el desaliño étnico ese del año pasado, descristia­nizado, sin túnicas de verdad. No es serio.

Con la excusa de reducir nuestros famosos índices de contaminac­ión, nos han robado la ilusión

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