Indigna Navidad
No sé a ustedes, porque a nosotros, aquí en la capital del Reino, nos han destrozado la Navidad. Literalmente. Demolida. Estamos a punto de ir al psicoanalista. Con la excusa de reducir nuestros mundialmente famosos índices de contaminación de toda la vida de Dios, nos han robado la ilusión. Desplumada. Lo ha denunciado en unos vídeos –no se los pierdan– la condesa y portavoz del grupo municipal popular. Resulta que esa banda de perroflautas que ha okupado nuestro Ayuntamiento, por si no tuviera bastante con dedicarse a desmantelar los tradicionales amaños urbanísticos del Consistorio, con la estúpida idea, como digo, de que respiremos, ha reducido el tráfico en el centro, ampliando el espacio para los peatones. Algo indigno que, como es natural –y nos hace ver la condesa portavoz–, ha provocado un grave enfrentamiento entre coches y humanos. Ha generado odios. El hombre contra su propia máquina, ese hijo rodado. Es que ves un coche y te entran ganas de arrearle un guantazo. Y a él a ti. Ya digo que estamos a punto de ir al psicoanalista. Y qué soledad, esas calles céntricas de pronto transitables. No sabe uno qué hacer, con tanto sitio para andar por la Gran Vía o la calle Mayor, sin el apelotonamiento entrañable de estas fechas. Estamos asustados. Con lo que nos anima andar con las narices incrustadas en axilas ajenas, entre tubos de escape y cláxones sandungueros. Qué congoja, recorrer ese espacio temerariamente peatonal, delimitado, además, por unas vallas cutres –como bien las describe la portavoz condesa– azul desteñido, medio oxidadas. No digo que deberían ser exactamente de oro y plata, pero ¿azul desteñido? Hombre por Dios.
Y qué decir del drama de esos conductores inmovilizados, arañando la pared en vaya usted a saber qué reducto, qué pozo de quietud existencial, con el motor apagado pero rugiendo en los higadillos. ¿Y qué sentido tiene una Navidad sin un atasco de no te menees? Ese sabor familiar encajonado en la ratonera vehicular, esa histeria recalentada que explota de pronto en el coche, limpiando a grito pelado la mierda acumulada, en una buena pelea navideña. ¿Alguien cree que podemos insultarnos relajadamente en el transporte público, con esos desarrapados mirando? Por Dios. ¿Y todo por qué? La portavoz lo ha dicho alto y claro: por razones de tipo ideológico, de odio a los coches como símbolo de riqueza, para que compremos en la periferia y por fundamentalismo ambiental. Y si alguien no entiende algún aspecto de estas cinco cosas, a mí que no me pregunte. Bastante tengo con morderme las uñas, temiéndome lo peor en la cabalgata turbia que aún no se ha producido al entregar estas líneas, después de la amargura –ya saben, no lo perdonaremos jamás– que nos provocó el desaliño étnico ese del año pasado, descristianizado, sin túnicas de verdad. No es serio.
Con la excusa de reducir nuestros famosos índices de contaminación, nos han robado la ilusión