El gobierno de los millonarios
Desde su barroco y vulgar apartamento dorado del piso 66 de la torre Trump, en la Quinta Avenida de Manhattan, el presidente electo de Estados Unidos otea el mundo y espera impaciente, a golpe de compulsivos tuits, el momento de asumir efectivamente el mando. El mundo también espera. En algunos lugares –en muchos– con más inquietud y aprensión que en otros. Donald Trump ganó las elecciones del 8 de noviembre –con casi tres millones menos de votos que Hillary Clinton, todo hay que decirlo– con la promesa de romper la baraja. Y ya ha empezado a hacerlo: con sus declaraciones, con sus nombramientos. Como también ha empezado rápidamente a confirmar aquel aserto de Jacques Chirac según el cual las promesas de campaña electoral sólo comprometen a quienes las escuchan. Y a quienes se las creen...
Que un multimillonario promotor inmobiliario osara presentarse ante el electorado como el adalid anti-establishment y anti-Wall Street es menos asombroso que la credulidad del empobrecido obrero blanco de Michigan dispuesto a ver en el magnate al caballero redentor de la clase trabajadora. Qué importa que Barack Obama, con su política económica –radicalmente opuesta a la europea–, haya conseguido bajar el paro al 4,7% –datos de ayer mismo–, donde haya una buena y barata demagogia ¡que se quite todo lo demás!
En cualquiera de los casos, el desengaño no ha tardado en llegar: el nuevo equipo de gobierno de Trump está integrado por un grupo de generales ultramontanos y una decena de millonarios, entre los cuales varios tiburones de las finanzas, con acusada presencia de antiguos dirigentes de Goldman Sachs, un banco comprometido en el escándalo de las subprimes –que desencadenaron la crisis financiera y económica del 2008–; responsable de la ocultación, a través de la contabilidad creativa, de la magnitud de la deuda pública de Grecia y recientemente multado por manipular los tipos de interés entre el 2007 y el 2012...
De este ejemplo de capitalismo escualo proceden el futuro secretario del Tesoro, Steven Mnuchin (con una fortuna personal estimada en 300 millones de dólares); el director de Estrategia del presidente y uno de los más influyentes consejeros de Trump, el ultraderechista Stephen Bannon, fundador del portal Breitbart (10 millones), y el futuro responsables del Consejo Nacional Económico, Gary Cohn (123 millones), el número uno del banco.
Y del mundo de las finanzas proceden también Wilbur Ross, futuro secretario de Comercio (2.500 millones de dólares, ganados en gran medida gracias a los préstamos hipotecarios); Carl Icahn, un hombre de Wall Street con participaciones en numerosísimas sociedades y 16.700 millones de patrimonio, que será consejero de Trump ¡en materia regulatoria!, y Vincent Viola (1.780 millones), inminente jefe de los ejércitos, pionero del trading bursátil de alta frecuencia...
Completando este particular club de los multimillonarios que amenaza –de hecho, es más que una amenaza, una certeza– con controlar el Gobierno de Estados Unidos están Todd Rickets, secretario adjunto de Comercio (4.500 millones), y Betsy Devos, secretaria de Educación (1.250 millones). A quienes cabe añadir, aunque más modesto (45 millones), al futuro secretario de Trabajo, Andrew Puzder, propietario de la cadena de restaurantes de comida rápida CKE, que a buen seguro hará las delicias de los obreros de Detroit con sus posturas contrarias al salario mínimo y el reconocimiento de las bajas por enfermedad...
Que Trump, en la mejor tradición de poner a los zorros a vigilar el gallinero, haya decidido colocar a un empresario contrario a los derechos de los trabajadores al frente de Trabajo es comparable a la decisión de encargar la Agencia de Protección del Medio Ambiente a un negacionista del cambio climático –Scott Pruitt– o el Departamento de Justicia a un racista simpatizante del Ku Klux Klan –Jeff Sessions–. Y, la guinda del pastel: al frente de la diplomacia estadounidense, a un hombre muy cercano al presidente de Rusia, Vladímir Putin, acusado por las agencias de inteligencia de EE.UU. de haber dirigido ciberataques durante la campaña electoral norteamericana para apoyar la candidatura de Trump (a base de demoler a Hillary Clinton con la complicidad activa del oscuro Wilileaks)
Situando en el crucial Departamento de Estado a Rex Tillerson, expresidente de la petrolera ExxonMobil –de la que acaba de cobrar una indemnización por jubilación de 180 millones, a sumar a un patrimonio de más de 300 millones–, con quien hizo importantes inversiones en Rusia, Donald Trump ha rizado el rizo de la colisión entre intereses privados y públicos (algo de lo que él no está en absoluto libre). Y sobre todo rompe drásticamente con la política exterior de Washington hacia Moscú. Tillerson es abiertamente contrario a las sanciones económicas contra Rusia por la anexión de Crimea –ExxonMobile fue una de las compañías más perjudicadas– y coincide con su nuevo jefe en la conveniencia de reorientar las relaciones con el hasta ahora adversario ruso.
En el Kremlin, rodeado también de molduras doradas, Vladímir Putin espera confiado (en fin, todo lo confiado que puede hacerlo un antiguo espía) a que su
amigo Trump llegue a la Casa Blanca, dentro de menos de quince días. Y hasta se ha permitido dejar temporalmente sin respuesta la agresiva decisión de Obama de expulsar a 35 diplomáticos rusos en represalia por los ciberataques. Putin sabe que a partir del día 20, en Washington no tendrá ningún oponente ideológico. Sólo millonarios hombres de negocios.
En el gabinete de Trump hay tiburones de las finanzas, con una acusada presencia de ex de Goldman Sachs