El legado de Obama
Barack Obama es el presidente más progresista que ha tenido Estados Unidos desde John F. Kennedy. Y sus políticas, aunque mal comunicadas a pesar de ser él un gran comunicador, han mejorado al mundo y a su país. Por ello parece paradójico que, tras él, se haya elegido a alguien como Donald Trump; pero no lo es tanto si recordamos que Obama también fue un candidato apoyado por la gente contra el establishment político. Y precisamente contra la misma candidata representante de ese establishment, Hillary Clinton, a quien derrotó claramente en las primarias demócratas a pesar del partido. La elección de Trump es un movimiento de protesta contra la prepotencia y corrupción de la clase política en Estados Unidos, como sucede en Europa. La herencia política de Obama estuvo representada por Bernie Sanders, apartado de la carrera, a pesar del apoyo masivo de los jóvenes, por las manipulaciones del Partido Demócrata clintoniano. Con una diferencia fundamental: Trump movilizó el racismo, Obama movilizó las minorías, cosa que no pudo hacer Clinton.
Y aunque Obama y la carismática primera dama, Michelle, hicieron campaña activa por Clinton para detener a Trump, no pudieron reparar el daño de una campaña que se asentaba en la defensa de la vieja política. No poder transformar esa vieja política fue el principal fracaso de Obama. En parte por un idealismo que confiaba en la limpieza de las instituciones democráticas y que partía de la base de que no hay azules o rojos, sino sólo ciudadanos estadounidenses. Ese nacionalismo ingenuo le hizo perder dos años intentando convencer a los republicanos de que apoyaran sus razonables reformas sociales, por ejemplo acabando con el escándalo de 50 millones de personas sin seguro de salud. No lo consiguió porque los republicanos le negaron el pan y la sal y trataron de destruir a este peligroso infiltrado en el sistema. Financiaron al demagógico Tea Party, que prefiguró a Trump, y ganaron las elecciones parlamentarias del 2010, utilizando el Congreso para bloquear las políticas de Obama. Aunque el presidente recurrió entonces a su poder ejecutivo, ya no tenía las manos tan libres como al principio de su mandato. Aun así, el legado de Obama es sustancial.
En primer lugar, sacó a Estados Unidos (y por tanto al mundo) de la potencialmente catastrófica crisis financiera y económica utilizando políticas totalmente distintas de las aplicadas en Europa. En lugar de imponer la austeridad, incrementó el gasto público mientras controlaba la inflación con aumento moderado de impuestos y crecimiento económico. Invirtió en obra pública e infraestructuras, keynesianismo de siglo XXI, o sea, en educación, tecnología, energías renovables, investigación e innovación. Dobló la inversión en investigación. El resultado fue que en el 2010 Estados Unidos crecía al 4% y, aunque luego se moderó el crecimiento, ha seguido entre el 2%y 3% como media, basado en incremento de la productividad. La tasa de paro bajó hasta un 5%, en el que permanece actualmente.
Estados Unidos se hizo autosuficiente en energía, a pesar de incrementar la conservación del medio ambiente. Mientras las economías europeas, agarrotadas por la austeridad de una Alemania aún obsesionada por Weimar, decrecieron o se estancaron, menos Inglaterra, el PIB estadounidense aumentó en un billón de dólares. Cierto es que, al igual que en Europa, primero salvó a las instituciones financieras para evitar un colapso inminente, con dinero de los contribuyentes. Pero obligó a los bancos a reembolsar los préstamos. Lo mismo ocurrió con la industria del automóvil, casi toda en bancarrota, que Obama refinanció a cambio de su reestructuración y modernización, acelerando la transición al coche eléctrico.
Con una economía dinamizada, creó por primera vez un sistema de salud de cobertura universal, aunque limitado por los obstáculos del Congreso, lo cual amenaza la pervivencia futura del Obamacare tanto por problemas financieros como políticos. Y reformó el sistema financiero limitando los mecanismos más especulativos. Abrió la puerta a la regularización de la inmigración indocumentada decretando que los niños que emigraron con sus padres no pudieran ser deportados (los dreamers). Nombró a la primera juez hispana en el Tribunal Supremo, que aumentó sus mujeres de dos a cuatro. En cambio, poco pudo hacer contra el racismo rampante en la policía porque no intervino en la política local o estatal, ni siquiera en su ciudad, Chicago, donde la policía sigue matando negros sin control.
Barack Obama recibió el Nobel de la Paz en el año 2009 en una valerosa apuesta del comité Nobel por el futuro. Y le dio la razón. Completó la retirada militar de Irak, rechazó enviar tropas a Siria o Libia, tal como le pedía Hillary Clinton, y limitó la presencia en Afganistán. Concentró sus esfuerzos en atacar líderes y operativos de las redes terroristas, mediante drones y comandos. Así consiguió matar a Osama bin Laden, gesto simbólico importante, y desmantelar Al Qaeda. Se le reprocha haber dejado un vacío en Irak que aprovechó el Estado Islámico para instalar su califato. Pero su respuesta siempre fue que si la única forma de control es mantener tropas sobre el terreno, la guerra se hace eterna. Falló, como todos, en establecer una democracia fiable allí donde las dictaduras mantuvieron el orden.
Pero para nosotros quedarán cambios geopolíticos fundamentales, como la normalización de relaciones con Cuba, como el desmantelamiento negociado del plan nuclear de Irán, enfrentándose a Israel, o, en colaboración con el Papa, apoyar la paz en Colombia. Por primera vez la política exterior de Estados Unidos estuvo orientada a la paz, no a la imposición por la guerra. ¿Y Guantánamo? Aún le queda una semana...
La historia dará su beneplácito a una persona buena y a un político honesto, que jamás tuvo un escándalo y que se prepara para servir al mundo como presidente emérito cuando ruge la tormenta del odio y la violencia.
La historia dará su beneplácito a una persona buena y a un político honesto, que jamás tuvo un escándalo y que ahora se prepara para servir al mundo