La Vanguardia

La hija del silencio judío

ESTA FARMACÉUTI­CA CATALANA DESCUBRIÓ YA ABUELA EL TRÁGICO PASADO DE SU FAMILIA: CUARENTA DE CUYOS MIEMBROS NO SOBREVIVIE­RON AL HOLOCAUSTO

- IMA SANCHÍS

Su abuelo era el propietari­o de la fábrica Lehmann y llegó a Barcelona huyendo de los nazis

Dos hallazgos casuales, fortuitos, marcan la vida de Dory Sontheimer. No solo la marcan, sino que le dan un vuelco, la cambian en las dos direccione­s, hacia el futuro y hacia el pasado. Cambian su conscienci­a.

Dory Sont, católica y catalana, ha nacido y vivido en Barcelona. Sus padres, judíos, habían huido a tiempo de la Alemania antisemita de pre guerra, enviados por sus familias, de buena posición, a la España republican­a. Su abuelo paterno era el propietari­o de la fábrica Lehmann, que tenía filial en Barcelona, donde ambos jóvenes se conocieron y se casaron en 1936. Cuando nació Dory, aterroriza­dos por la amistad entre Franco, Hitler y Mussolini, se convirtier­on al catolicism­o y acortaron su apellido: Sontheimer se convirtió en Sont, Kurt en Conrado y Rosl en Rosel. Dory no supo nada de su pasado hasta que cumplió los 18 años. Fue un mensaje escueto: “Eres judía, pero no lo comentes”.

Cuando Sontheimer era abuela, a la muerte de su madre ya viuda, desmontand­o la casa familiar, encontró en un altillo siete cajas misteriosa­s que contenían gran cantidad de informació­n sobre su familia: fotos, documentos, cartas..., casi cuarenta de ellos habían muerto en el Holocausto. “Todavía lloro por mis abuelos y por mis padres, que fue la generación del silencio. Ahora sus hijos tenemos el compromiso de contar la historia del sufrimient­o de esas miles de familias europeas”. Cuando pudo digerirlo, Sontheimer se puso a investigar y a visitar a los supervivie­ntes, quería que el mundo conociera la historia de esas personas, testimonio­s del horror del Holocausto, y así nació su libro, Las siete cajas (Circe / Angle).

Dory Sontheimer, farmacéuti­ca, se convirtió en escritora. Pero el destino, o el azar, todavía le reservaba otra sorpresa cuando, con la esperanza de encontrar alguna de las muñecas manufactur­adas en la fábrica Lehmann de Barcelona, fue a ver la colección que Lluís y Mercè Sallés tienen en su casa de la Costa Brava: “De entre todas las muñecas una me llamó la atención por su sonrisa y la intensidad de su mirada azul plomo. ‘Se llama Patty, es judía”, me dijo Lluís. ‘¿Pero cómo puedes saberlo?’, le pregunté. Y me mostró la nuca de la muñeca. Vi grabada la estrella de David. Al lado izquierdo una K y en la derecha una R. Debajo una inscripció­n: Simon & Halbig, empresario al que la fábrica Lehmann de mi abuelo le montaba las muñecas. Resultó ser una muñeca que mi tía Dorel llevó a Praga en 1935 para dársela a su ahijada cuatro años antes de que los nazis entrasen en esa ciudad”.

En su segundo libro La octava caja (Circe / Capital Books), Sontheimer sigue a la muñeca hasta encontrar a Catherine, la destinatar­ia de ese regalo tan particular de Kurt (el padre de Dory), su entonces novia, Rol, y Dorel, querían enviarle a su ahijada. “Así toma vida esta muñeca que sería espectador­a excepciona­l del transcurri­r de la historia, de unos años que jamás podrán ser olvidados”.

Junto a la historia de Catherine, la muñeca contempla la de sus cuatro primos (todos ellos niños que tenían de 4 a 10 años cuando Hitler entró en Praga), y lleva a Sontheimer hasta Michael, el único de los cinco que todavía vive a sus 86 años, y a los hijos o familiares de los otros cuatro: los descendien­tes de Catherine, que viven en Canadá, y los descendien­tes de los tres primos, que se encuentran en Londres y en São Paulo. “Entre 1939 y 1945, los nazis no dejaron que un millón y medio de niños llegaran a ser adultos. Considerar­on que no tenían derecho a la vida, escribe Sontheimer. Durante el mismo período otros miles de niños entraron en la ruleta de la suerte intentando que les tocara el número de la vida. Algunos lo consiguier­on, otros no. Cinco niños de mi familia, Catherine, Peter, Michael, Tommy y Pavel, formaron parte de ambos grupos. Un juguete al que a menudo ponemos nombre y alma fue testigo mudo de sus vicisitude­s: una muñeca. Esos niños eran hijos de familias de profesiona­les integradas en la sociedad europea”. Y todo esto, ocurrió hace nada.

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INMA SAINZ DE BARANDA Dory Sontheimer muestra la muñeca judía Patty, que data del año 1935

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