La Vanguardia

El arzobispo silenciado

- ARTURO SAN AGUSTÍN

En todas las ciudades excesivame­nte turísticas conviene tener amigos verdaderos. No hay frío que se pueda comparar al que provoca el turismo excesivo. Incluso en verano. El turismo excesivo y esas espantosas porciones de pizzas radiactiva­s y bocadillos similares que, al mucho frío, añaden el peligro de la segura contaminac­ión. O sea, que cuando estoy en Roma, que es muy a menudo, sé que, aunque no llame previament­e, tengo siempre un plato de buena pasta en el colegio Tiberino, que dirige Miguel Delgado; en la residencia privada de Sergio Rodríguez, director del Instituto Cervantes; en dos lugares más que no debo hacer públicos y en el privilegia­do ático con terraza de la sobrina de una conocida aristócrat­a, a quien no nombraré porque tampoco a ella le gusta salir en los papeles.

Hasta el pasado 30 de diciembre tenía también un café seguro e inteligent­e con Justo Mullor, que vivía en Casa San Benedetto, residencia ubicada a pocos metros de la plaza de San Pedro. Pero el arzobispo, cuyo padre fue fusilado por las tropas franquista­s, murió en la madrugada del 30 de diciembre.

Si hablo aquí de Justo Mullor es porque, mientras escribo esta crónica, el papa Francisco ha insistido nuevamente en el tema de la pederastia en la Iglesia. Y porque fue Mullor, cuando era nuncio apostólico en México, quien informó al Vaticano del papa Juan Pablo II de las atrocidade­s que había cometido y seguía cometiendo aquel Marcial Maciel Degollado, fundador de los Legionario­s de Cristo. Atrocidade­s de las que no se salvaron ni siquiera algunos de sus propios hijos, porque aquel cura, adicto entre otros fármacos, a la morfina, tuvo, también, amantes e hijos. En cuanto supo de aquellas atrocidade­s, Justo Mullor informó puntualmen­te al Vaticano, el entonces cardenal Ratzinger actuó en consecuenc­ia, pero Juan Pablo II ni pestañeó. El papa polaco dejó hacer al tal Maciel. Evidenteme­nte,

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