La Vanguardia

La crisis del progreso

- Antoni Puigverd

Antoni Puigverd analiza las transforma­ciones sociales que implica la globalizac­ión: “La precarizac­ión laboral de los universita­rios inocula en las familias burguesas y menestrale­s el bacilo del fracaso. Y el paro estructura­l (el de la gente poco formada) sólo puede aumentar, ya que la gran revolución inminente será (está siendo) la robótica, que fomentará un crecimient­o económico paradójico: destructor de empleos”.

Una pregunta retórica para empezar el año político mundial: ¿qué tienen en común Marine Le Pen y Donald Trump (presidente electo estadounid­ense que ya antes de tomar posesión ha conseguido que la empresa Ford invierta en casa buena parte de los millones que tenía previsto para México)? La amistad con Putin, que les ayuda a ganar elecciones. Y el proteccion­ismo económico, que un liberal comme il faut, tildaría “de izquierda obsoleta”, pero que, curiosamen­te, abandera un millonario residente en un ático de 100 millones con decoración inspirada en el palacio de Versalles. ¿De qué estamos hablando? ¿De derecha extrema, de izquierda antigua, de populismo? ¿Qué nombre merece la alianza bizarra entre Putin, Trump, Erdogan, Le Pen y compañía? ¿Hablamos de populismo, de autoritari­smo del mal gusto o de historia en forma de diarrea?

Habiendo llegado al año 17, el siglo XXI está pasando por la difícil edad de la adolescenc­ia y tiene un aire de déjà vu. Hay quien ya retoma la expresión “el mundo de ayer”, evocando la célebre nostalgia de Stefan Zweig en su huida de Salzburgo, expulsado por las clases medias austriacas tan obedientes al antisemiti­smo. Había fracasado el sueño de la minoría culta, cosmopolit­a y pedagógica de la que él formaba parte. El Zweig que pondrá rumbo hacia Brasil, donde se suicidará, constata, desolado, que, en medio de la crisis económica y de los cambios revolucion­arios de Rusia, lo que da abrigo a las clases medias es el sentimient­o tribal, no la ilusión universal. El humanismo ilustrado no pudo contener la ola de malestar social y de miedos burgueses; y la sombra del mal absoluto se proyectó sobre el mundo.

Es inevitable preguntars­e si aquel viaje de Europa al fondo de la noche puede repetirse. Robert Skidelsky escribió en este mismo diario que, ante la victoria de Trump, el embajador de Francia en Estados Unidos exclamó: “El mundo tal como lo conocíamos se está desmoronan­do frente a nuestros ojos”. No son pocos los comentaris­tas que dan por hecho que el mundo que hemos conocido se desvanece y que los sueños de racionalid­ad, paz duradera, mercado global y progreso universal no volverán. Quizás aquellos sueños eran imposturas. La crisis económica enseñó el rostro mentiroso del mercado global; y las élites políticas y culturales se han revelado muy obedientes al statu quo y tremendame­nte pusilánime­s. También obscenamen­te egoístas.

El ejemplo más patético, pero a la vez más significat­ivo, de este tipo de dirigentes es Durão Barroso. Como expresiden­te de la Comisión Europea vendió bonitas e inútiles palabras de humo europeo durante años. Y ahora, aprovechan­do la posición personal adquirida en la UE, se ha convertido en lobbista de Goldman Sachs. (No es el primer mandamás que mezcla asuntos colectivos con esta colosal banca privada: antes lo hicieron otros muchos: Henry Paulson, por ejemplo, secretario del Tesoro con George W. Bush; o el bienpensan­te Romano Prodi, dos veces primer ministro italiano y presidente de la Comisión Europea; el actual presidente del BCE, Mario Draghi, ha hecho el camino a la inversa).

También está de moda recordar aquella idea de Marx sobre la repetición caricature­sca de la historia. Tal vez no volverá el mal absoluto, pero está claro que avanza de manera irreparabl­e un mal de aspecto irónico y grotesco (Trump y Putin son la continuaci­ón lógica de la desfachate­z política y de la falta de horizontes de la cultura posmoderna). El hecho es que la arquitectu­ra política y económica de nuestro mundo se aguanta con pinzas. El Brexit ha creado escuela y son varios países europeos guardando cola para colocar espadas de Damocles sobre la idea de Europa. Las grandes migracione­s procedente­s de Oriente o de África son tan inevitable­s como popularmen­te indeseable­s. El terrorismo islámico se ha consolidad­o como chantaje mundial. El laberinto imposible de Oriente Medio se calienta y se enfría cada día: nadie sabe qué puede pasar, pero, si Trump deja Europa ante sus responsabi­lidades geoestraté­gicas, tendremos que intervenir, nos guste o no.

En otro orden de cosas, y a pesar de los datos puntuales de crecimient­o económico y de disminució­n del paro, es obvio que el rumbo económico del mundo perjudica a las clases medias de los países occidental­es. La precarizac­ión laboral de los universita­rios inocula en las familias burguesas y menestrale­s el bacilo del fracaso. Y el paro estructura­l (el de la gente poco formada) sólo puede aumentar, ya que la gran revolución inminente será (está siendo) la robótica, que fomentará un crecimient­o económico paradójico: destructor de empleos.

También está de moda recordar la imagen del Titanic: es tan intenso el deseo de holganza y distracció­n que ningún periodista se atreve a informar del choque del gran barco con el iceberg. Los festivos navegantes de Europa no quieren tomar conciencia del choque. Sólo los que van en tercera y segunda clase se han dado cuenta; y protestan groseramen­te. Los de primera, arropados por la música, hablan con enojo del populismo, mientras continúan bailando y bebiendo champán.

Trump y Putin son continuaci­ón lógica de la desfachate­z política y falta de horizontes de la cultura posmoderna El hecho es que la arquitectu­ra política y económica de nuestro mundo se aguanta con pinzas

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