La Vanguardia

Consultas dicotómica­s

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La compleja gestión política del Brexit; y la apuesta de la mayoría de los catalanes por un referéndum pactado en detrimento de uno unilateral.

LOS electores británicos hicieron la parte sencilla del trabajo: votar la salida del Reino Unido de la Unión Europea y esperar los beneficios prometidos. Los gobernante­s, diputados, altos funcionari­os y diplomátic­os apechugan ahora con la parte compleja del Brexit: una salida indolora que traiga los frutos prometidos –frenar la inmigració­n y recuperar la soberanía legislativ­a– sin ninguno de los riesgos y amenazas sobre el comercio, los servicios financiero­s, la libra esterlina y la economía. La tarea por delante es titánica y sugiere que un divorcio tras 40 años de matrimonio, leyes comunes y tratados hará saltar chispas y se llevará por delante la carrera de unos cuantos personajes en todos los estamentos del país.

El Reino Unido se da dos años para formalizar el Brexit, que todavía no ha solicitado formalment­e siquiera. El primer ministro y convocante del referéndum –a quien no fueron ajenos sus cálculos partidista­s–, David Cameron, pertenece al pasado y su sucesora, Theresa May, tiene ahora que imponer los objetivos políticos y electorale­s por encima de reglamenta­ciones y leyes, en manos principalm­ente de jueces, altos funcionari­os y diplomátic­os, materias menos propicias a grandes alegrías y titulares llamativos.

El Brexit ha abierto un primer frente interno que se refleja en la dimisión presentada por el embajador del Reino Unido en Bruselas, Ivan Rogers, avezado en asuntos comunitari­os y poco inclinado a llevar a cabo un encargo que le parece utópico: mantener la libre circulació­n de bienes y capitales con Europa y recuperar los controles fronterizo­s sobre las personas. En su despedida, el diplomátic­o ha criticado que el Gobierno carece de un plan claro para el Brexit y, lo que es peor, no quiere escuchar las malas noticias. El relevo por un embajador menos ideológico y más fiel a los cánones tradiciona­les de la diplomacia es la punta del iceberg de la lucha del Gobierno para imponer la voluntad popular a los altos funcionari­os, jueces y diplomátic­os, a los que los medios sensaciona­listas presentan a veces como unos “enemigos de la democracia”, descripció­n ciertament­e discutible. Otra batalla de este frente se produjo cuando el Alto Tribunal de Inglaterra y Gales dictaminó que el Gobierno no puede activar el botón del artículo 50 del tratado de Lisboa sin el respaldo previo del Parlamento británico. El Supremo del Reino Unido deberá, previsible­mente este mes de enero, confirmar esta condición. Resulta paradójico que los defensores del Brexit esgrimiera­n que una de sus ventajas sería devolver el esplendor y restaurar los poderes de Westminste­r cedidos a Bruselas...

El otro frente del Brexit afecta a la composició­n territoria­l. Escocia e Irlanda del Norte, cuyas poblacione­s votaron por la permanenci­a, en una clara fractura con el centro y el sur del país, aspiran a tener un tratamient­o diferencia­do en las negociacio­nes con la UE, hecho especialme­nte comprensib­le en el caso de Escocia después de las garantías dadas por Londres en la campaña del referéndum de independen­cia. La primera ministra escocesa, Nicola Sturgeon, parece resignada a la permanenci­a en el Reino Unido pese al Brexit siempre y cuando las aspiracion­es europeísta­s de los escoceses sean una norma –y no una excepción– en estos dos años de negociacio­nes complejas que se avecinan. Si bien la economía británica no se ha hundido –como pronostica­ban los detractore­s del Brexit–, las incertidum­bres son colosales.

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