Soares y Salazar
La historia portuguesa del siglo XX puede resumirse en tres fechas y tres nombres. Las fechas son: 1910, el año en que un viejo país monárquico se transfigura en una joven república europea; 1917, el momento en que unos niños pastores ven a la Virgen, mientras en el otro extremo de Europa ocurre la revolución rusa, y 1974, con la insurrección de los claveles, que cambia de golpe los panoramas ibéricos. Los nombres son: Fernando Pessoa, que nos garantizó seguir siendo en el mundo una cultura de primer nivel; Salazar, el dictador con máscara, la esfinge de este siglo, y Mário Soares, en realidad el anti-Salazar de nuestra historia.
Salazar no creía que Portugal pudiese ser una democracia: nos veía como niños que necesitaban una autoridad represiva, aparentemente suave. Por el contrario, Soares representa, para los portugueses, la encarnación política de la libertad. Luchó por ella siempre. Aunque otros le acompañaron en ese combate, él será siempre el rostro mayor de un deseo que se cumplió. Salazar creía en el imperio. Soares no: dio un golpe de timón decisivo, que desvió la nave portuguesa del colonialismo y la reorientó hacia Europa. La imagen más importante, históricamente, de toda su vida es el momento en que firma, en 1985, el tratado de adhesión a la Comunidad Económica Europea. La ceremonia se realizó en el monasterio de los Jerónimos, justo al lado de donde, hace siglos, partían las naves de los descubrimientos. Ahora los mares eran europeos, y los viajes distintos. Por fin, a Salazar le gustaba cultivar un perfil enigmático. Soares fue todo lo contrario: una persona campechana, cercana, amable.
Pero, curiosamente, entre Soares y Salazar hay algunas semejanzas: los dos hacían política para hacer historia, algo que, en Europa, echamos de menos; los dos tenían prestigio internacional: Salazar era, para Occidente, el hombre que evitó que Franco se aliara a Hitler, y Soares el que impidió el triunfo comunista después de la revolución de 1974; ninguno de los dos cayeron en los pozos de la corrupción; los dos eran presuntuosos: Salazar poseía la vanidad retorcida de la humildad, y Soares era fatuo de un modo alegre, natural, espontáneo.
Soares no fue un gestor, al contrario que Salazar. Hacía política con ideas, decisiones e influencias, no con números. Era un hombre de una inmensa y entrañada cultura. Las veladas literarias y artísticas se entremezclaron siempre en su biografía con las reuniones políticas.
Era, además, alguien que vivía acoplado a su familia: sus padres, su mujer –la actriz María Barroso–, sus hijos. La mezcla de valentía y de ternura, de presunción y solidaridad que había en él lo transformaba en alguien encantadoramente humano.
Fue el político de mi país que más admiré: como ciudadano de a pie, mantuve una relación de gran empatía con él. Se siente que, con Soares, muere también una época. El presidente Marcelo Rebelo de Sousa, en su discurso de homenaje, quiso trazar un álbum de algunas “imágenes únicas que nadie olvidará”: entre esas fotografías imperecederas no estaba la de la firma de los Jerónimos, en 1985. Aunque el presidente mencionó ese hecho, no lo puso en el friso de la inmortalidad. El primer ministro, António Costa, que está en India, en un importante viaje de Estado, dando un nuevo aliento a los mágicos negocios orientales del siglo XVI, ha hecho un eficaz e inteligente elogio fúnebre, pero no puede volver para los funerales. Nuevos viajes, nuevas rutas de un país en busca de nuevas fechas y nuevos nombres.