El ‘fake’ llega a los muebles
La historia de la trama de ebanistas y falsificadores que colocó piezas falsas en Versalles por tres millones de euros
Casi la mitad de las obras conservadas en los museos son falsas. Ahora resulta que también lo son muebles del siglo XVIII y del estilo art déco. Y de acuerdo con el reputado laboratorio de investigaciones de los museos nacionales de Francia, “los sistemas de análisis en ese terreno son menos finos que en el de la pintura”. Que los museos están llenos de fakes lo aseguró nada menos que Thomas Hoving, ex director del MoMA (Metropolitan Museum of Art) de Nueva York en su libro False impressions. En cuanto a los muebles, una célebre víctima es el castillo de Versalles, que adquirió sillas del siglo XVIII, debidamente estampilladas pero presuntamente falsificadas, por casi tres millones de euros.
El tema protagonizó susurros en la última edición de la prestigiosa Bienal de los Anticuarios (125 anticuarios de 14 países) de París. Para el crítico de arte Harry Bellet, el problema no se circunscribe a la capital francesa. Por ejemplo, y a pesar de la treintena de expertos que analiza las pinturas que serán expuestas, en 1998 la respetable Feria de Maastricht colgó un retrato de La Montserrat, de Julio González, bosquejo de la escultura que realizó para el pabellón de España de la Exposición Universal de París de 1937, que resultó ser falso.
La de las sillas del siglo XVIII parece salir de una novela, entre El collar de la reina, cuyo escenario fue Versalles precisamente, contada por Alejandro Dumas, y los muebles falsos vendidos por Theo Decker, protagonista del reciente El Jilguero, de Donna Tart.
Durante años, la diferencia entre las etiquetas “estilo siglo XVIII” y “de época”, separadas en la práctica por muchos euros, fluctuaba sin que nadie se preocupara. Hasta que las dimensiones del mercado, la proliferación de millonarios, los dineros públicos sin demasiado control, convirtieron la falsificación de muebles en la tercera fuente de ingresos –miles de millones– de los traficantes de arte.
En Francia, la prescripción pasada tres años aliviaba falsificadores. Ahora, la calidad de delito financiero, que no prescribe, aumentó el ritmo represivo. A la OCBC, oficina central de lucha contra el tráfico de bienes culturales, se le sumó la OCRGDF, oficina de represión de la gran delincuencia financiera.
Dos detalles: primero, desde antes de la Revolución Francesa, de la que fueron protagonistas, los artesanos del mueble se reparten por la Rue du Faubourg Saint Antoine, que arranca hoy de la columna de julio, donde se levantaba la Bastilla. Los mejores manitas trabajan en trastienda. Como Bruno D., el mejor ebanista de su generación, implicado en el tema de las sillas.
Segundo, la ley del mecenazgo permite desde el 2003 que las empresas deduzcan el 90% de las sumas invertidas en tesoros nacionales. Instituciones como Versalles se vieron ricas, de pronto. “Hasta el punto –afirma el matutino Libération– de transformarse en el mayor comprador del mundo de muebles del siglo XVIII”.
La comisión de compras se despreocuparía del origen, en principio garantizado por el experto. Curioso experto, siempre o casi siempre también marchante. O a sueldo de una casa de subastas. Juez y parte.
Pero los falsificadores, por interés económico y vanidad de artesano y conocedor, no son una novedad. Adrien Goetz, autor de novelas históricas con el mercado del arte por tema, ironizaba en Le Figaro, el 29 de agosto, a propósito de las resurrecciones de André-Charles Boulle, creador de muebles fallecido en 1732, pero “que aparentemente dio sus obras maestras después de 1870 y desarrolló el arte sublime de la marquetería hasta fecha muy reciente”.
Como ese julio del 2015, cuando el octogenario Jean Lupu, gran embajador del gusto francés, especialista en Boulle, es interrogado por las dos oficinas investigadoras por confundir presuntamente aquello de estilo y época.
Resumen: compró una biblioteca de estilo Boulle, el 2013, por 40.000 euros, en Sotheby’s. Rebronceada en su taller de ebanistería quiso venderla el año siguiente por 400.000 euros. El caso –“estafa en banda organizada”– no tiene aún desenlace. Pero “el mercado del arte depende de las reputaciones y este tipo de asuntos lo afecta profundamente”, señala el coronel Ehrhart, responsable de la OCBC.
Un año después el imputado fue Bill Pallot, gafas redondas, melena en los hombros de su traje de medida con chaleco abotonado. Historiador del arte –su libro sobre el siglo XVIII es de culto y enseñó en la Sorbona–, anticuario desde los años noventa y referencia para detectar falsos, hoy es acusado de encargarlos. O en el mejor de los casos, hacer la vista gorda.
Desde hace siete meses, Pallot medita sobre lo que definió como “un juego intelectual” y el juez consideró estafa, en la prisión de Osny, a 40 kilómetros del París en donde era figura. Un discípulo suyo, Charles Hooreman, fue quien descubrió el pastel. El 2012 alertó por carta a la comisión de compras de Versalles. Sin respuesta.
El historiador del arte Bill Pallot lleva siete meses en la cárcel por lo que el juez considera una estafa