Fallece Zygmunt Bauman, padre de la modernidad líquida
El sociólogo Zygmunt Bauman, pensador de referencia mundial, fallece a los 91 años en su casa de Leeds
En noviembre había declinado la invitación de la editorial para ir a Barcelona a presentar su libro Extraños llamando a la puerta. No era una buena señal, porque aunque tuviera 91 años, Zygmunt Bauman no paraba nunca. Era lo más parecido a una estrella del pop que tenía la sociología mundial. Le invitaban continuamente a conferencias por todo el mundo, incluso en festivales musicales. Y él, incluso nonagenario, seguía yendo. De hecho, había acudido en numerosas ocasiones a la capital catalana, la última, el pasado febrero, cuando presentó el filme In the same boat (En el mismo barco), un documental sobre el fin del trabajo. No era una buena señal que se encontrara cansado y ayer la llama de Bauman, sociólogo, padre del concepto de modernidad líquida, uno de los pensadores de referencia global, se apagó en su humilde casa de Leeds, en el norte de Inglaterra, donde vivía con la también socióloga polaca Aleksandra Kania desde que en el 2009 falleciera su esposa durante sesenta años, Janina Lewinson, con la que tuvo tres hijas.
Nacido en 1925 en el seno de una familia judía muy humilde en Poznan, Polonia, Bauman sobrevivió al Holocausto porque su familia escapó a la URSS, donde se enroló en un batallón polaco. Criado en una Polonia pobre repleta de indignidad, se hizo pronto comunista, y con apenas 19 años formó parte de un cuerpo militar de seguridad interior, el KBW, donde asegura que sólo escribía panfletos para los soldados y en el que acabaría de comandante. Estudiaría sociología y acabaría marchándose junto a su familia de su país en los años sesenta por la caza antisemita del gobierno polaco, que le expulsó de su puesto en la universidad. Recalaría un tiempo en Israel y finalmente en Leeds, donde desarrolló su carrera y donde la universidad creó hace unos años el Bauman Institute en reconocimiento a su figura.
Una figura generosa, sabia, suavemente irónica y con una eterna pipa en la mano como si fuera un detective que intenta desentrañar ese mundo por el que siempre estuvo preocupado. Un mundo que veía obsesionado por el consumo y en el que cada vez había más vidas desperdiciadas, superfluas, prescindibles para el sistema. Un sistema que ayudó a cambiar de la manera más necesaria: ofreciendo herramientas para entenderlo. Primero, con sus reflexiones sobre la Modernidad y el Holocausto. Para Bauman, no se trataba de que la Segunda Guerra Mundial hubiera representado un momento de retroceso a la barbarie sino que era un producto específico de la Modernidad, de su racionalidad, de su división de tareas en acciones cada vez más pequeñas y de un sistema burocrático de órdenes que acababa oscureciendo el sentido de sus acciones a la gente.
Más tarde, acuñaría para el mundo de fin de siglo el concepto de modernidad líquida, que aplicaría a todas las facetas de la vida –desde el amor líquido al miedo líquido– en sus libros: escribió una cincuentena. El último, porque no paraba de trabajar, está por publicar incluso en inglés, Retrotopía, una reflexión sobre cómo las utopías hoy han sido privatizadas y la gente ya no se preocupa de crear un planeta más habitable sino de edificarse para uno mismo un refugio confortable en un mundo sin redención posible.
¿Qué es la modernidad líquida? Bauman utilizaba una fecha, la del terremoto de Lisboa en 1755, para fijar de manera arbitraria pero útil el inicio de la modernidad. Tras el terremoto, la ciudad se incendió. Y un maremoto se llevó lo que quedaba. Un desastre que impactó a los pensadores de la época, que vieron que la naturaleza era ciega y hostil y había que poner el mundo bajo administración humana. Rediseñarlo bajo el molde de la racionalidad. Era la primera modernidad, la modernidad sólida, que creía que el mundo no era suficientemente sólido y se tenían que crear estructuras más fuertes. Era el mundo de las grandes fábricas con miles de trabajadores en edificios de ladrillo que iban a durar tanto como las catedrales.
Pero ese mundo tomó un camino diferente. Y acabó en la modernidad líquida actual. Un mundo en el que los valores que antes parecían eternos duran menos que la última versión de iPhone. La religión, las ideas, el amor, el puesto de trabajo, ya no duran para siempre. A veces apenas un suspiro. Los objetos son velozmente sustituidos por otros mejores. Y las personas igual. Somos conscientes de que somos cambiables y tenemos miedo de fijar nada para siempre. Nuestras vidas son como un líquido en un vaso, en el que el más ligero empujón cambia la forma del agua. Y eso afecta profundamente a la sociedad, dice. Por un lado, por el número de personas que la sociedad expulsa, gente sin empleo –defendía que en un mundo con cada vez menos trabajo había que desligar el trabajo de la supervivencia, quizá con una renta universal– o con empleos eternamente precarios. Y con una clase media atribulada al ver que hoy nadie está libre de ser un desecho.
Y reflexionaba que en la sociedad actual, “en la que somos más libres que nunca, somos también más impotentes, sentimos que somos incapaces de cambiar nada”. Vivimos, decía, un momento de interregno que llevará a una larga búsqueda de alternativas que satisfagan las necesidades colectivas. Optimista, decía que al inicio de la revolución industrial no se daban cuenta de que esta estaba sucediendo, y que el cambio quizá ya esté aquí.
En los últimos años, era casi una estrella pop de la sociología, reclamado en debates por todo el mundo
En la modernidad líquida lo que antes era duradero, religión, empleo, relaciones, pasa a ser efímero