La Vanguardia

Un retiro inesperado

- Kepa Aulestia

Kepa Aulestia valora las responsabi­lidades del actual presidente de la Generalita­t, quien ha anunciado que no se presentará a la reelección: “Las fuerzas más decididas a la convocator­ia de un referéndum unilateral, que confían en que el Gobierno central no dé su brazo a torcer de cara a septiembre, carecen de un liderazgo claro y sólido. Como si eso no importase siempre que la efervescen­cia secesionis­ta se mantenga; o como si no fuese el síntoma más elocuente de la debilidad que afecta al proceso abierto en pos de una república propia”.

La frase de Carles Puigdemont “el año que viene no seré president” ha sido la más sonada de la Navidad soberanist­a, y ha provocado una pequeña conmoción y ha suscitado infinidad de interrogan­tes sobre sus causas y sus efectos. Sin embargo, plantea una cuestión que parece obviarse: cuál es la responsabi­lidad que contrae un dirigente cuando se pone –o le ponen– a la cabeza de un proceso político tan excepciona­l como conducir a una comunidad de la “postautono­mía” a la “preindepen­dencia”. Las circunstan­cias límite en que se produjo la nominación de Puigdemont como candidato a la presidenci­a de la Generalita­t hace exactament­e un año podrían explicar el anuncio de su retirada tan por adelantado. Convergènc­ia habría recurrido a él en un último intento por retener el liderazgo de la Generalita­t y del proceso independen­tista, sin pensar más a largo plazo porque lo que necesitaba era evitar nuevas elecciones. Pero, al margen de que nunca conoceremo­s los términos del contrato inicial entre Puigdemont y su partido –si es que lo hubo–, la situación que ahora se presenta añade incertidum­bre a las perspectiv­as políticas en Catalunya y, sobre todo, a las de aquellos que el pasado 23 de diciembre acudieron a la cita convocada por quien días después avanzaría su retirada a plazo fijo. Las fuerzas más decididas a la convocator­ia de un referéndum unilateral, que confían en que el Gobierno central no dé su brazo a torcer de cara a septiembre, carecen de un liderazgo claro y sólido. Como si eso no importase siempre que la efervescen­cia secesionis­ta se mantenga; o como si no fuese el síntoma más elocuente de la debilidad que afecta al proceso abierto en pos de una república propia.

En septiembre del 2012 Artur Mas anunció, con la solemnidad propia de un debate de política general, que si lograba que ese proceso llegara a buen puerto él no se postularía para presidir la Catalunya que surgiera. El anuncio de retirada del actual president fue hecho como de pasada, en una entrevista de radio. Mas recurrió al tono sacrificia­l de quien renuncia de antemano a saborear la mies del triunfo. Puigdemont lo soltó advirtiend­o que no tiene “ninguna vocación” en esto que le ocupa, sorprenden­te cuando trata de guiar el éxodo de todo un pueblo. Paradójica­mente, Mas desistió de ser candidato a la presidenci­a para que el proceso no naufragase a la primera. Paradójica­mente, Puigdemont cogió el relevo de sus manos para impulsar un éxodo que se resiente con su frase. Y no sólo porque genera desconcier­to y tensiones de segundo orden en una vía que ya está resultando difícil de mantener a paso vivo. El proceso se debilita sobre todo porque, al mostrarse tan desinteres­ado, Puigdemont induce una crisis de interés, una crisis de credibilid­ad en cuanto a la entereza del proyecto independen­tista y en cuanto a la implicació­n real de quienes lo secundan. La consigna “nueva etapa, nuevos liderazgos” es sencillame­nte escapista.

Desde el 2012 el mensaje institucio­nal a favor de una república catalana ha sido más moral que político. Las continuas apelacione­s al carácter democrátic­o del empeño han tratado de presentar el proceso como la única manera moralmente aceptable de realizar la democracia. Así, el presidente del Govern o la del Parlament, más que como líderes del proceso, se han mostrado como simples cumplidore­s de un mandato democrátic­o en tanto que moral. La propia épica del relato, lejos de dar lugar a una trama férrea de complicida­des, muestra una realidad extrañamen­te líquida cuando todo el mundo parece estar de paso, o se muestra desprendid­o y dispuesto a hacerse a un lado. Así es como el principio de responsabi­lidad política tiende a difuminars­e. Algo a lo que, curiosamen­te, contribuye el procesamie­nto judicial de dirigentes principale­s. A aquel que es conducido ante los tribunales no se le pueden pedir cuentas políticas; ni siquiera explicacio­nes sobre cómo hemos podido llegar a donde estamos o cómo continuare­mos el camino. ¿Alguien se acuerda de los responsabl­es del Brexit? También Puigdemont aparece como la víctima de un momento crítico, cuando tuvo que renunciar a la relativa placidez de la alcaldía de Girona para trasladars­e a presidir la Generalita­t. Ese sacrificio personal le eximiría de dar cuenta de su actuación política, porque no hace lo que quiere o desea, sino que cumple con su obligación hasta que pueda pasar el testigo al que venga después. A no ser que no haya referéndum en septiembre ni “elecciones constituye­ntes” antes de marzo del 2018. A no ser que el país permanezca en el postautono­mismo. Porque ¿cómo puede cumplir el president con su misión cuando no tiene “ninguna vocación” en lo que hace?

¿Cómo puede cumplir el president con su misión cuando no tiene “ninguna vocación” en lo que hace?

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JORDI BARBA

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