La Vanguardia

La tribu emocional

- Laura Freixas

Mis amigas que han vivido siempre en Madrid (o en París, Lisboa o Zaragoza) no me entienden cuando les digo que me da cierta tristeza no ser nacionalis­ta. Es que ellas nunca han visto de cerca eso que yo, por catalana, conozco bien, aunque no lo comparta (especialme­nte después del 2012). Me refiero a un sentimient­o de hermandad, de pertenenci­a, a una confianza y complicida­d espontánea­s, incluso entre desconocid­os, por compartir señas de identidad. Me refiero a ese sueño del Estado propio, concebido no tanto en términos racionales como afectivos: el equivalent­e político a “formar” (como oí decir en una tertulia independen­tista) “una nueva familia con personas que se quieren”.

Hace poco, leí una definición que me pareció muy buena del efecto que producen las redes sociales: fragmentan al público en “tribus emocionale­s”, grupos de personas que comparten no sólo unas ideas, sino sobre todo una actitud, y que gracias a Facebook, Twitter, etcétera, pueden limitar la comunicaci­ón a los suyos, leyéndose y jaleándose entre sí y haciendo como si el resto del mundo (en el caso que nos ocupa, la otra mitad de la población catalana) no existiera. Esa definición se aplica, hoy por hoy, al nacionalis­mo catalán mucho más que al español. Para muchos españoles –creo que la gran mayoría–, el país al que pertenecem­os es como un telón de fondo, una forma de organizaci­ón política sin color sentimenta­l. En cualquier caso, los que estamos en contra de la secesión de Catalunya no nos fundimos en tribu alguna. Somos consciente­s de las diferencia­s que nos separan (sobre el tema territoria­l y sobre otros muchos); no salimos a corear consignas a la calle, ni vestimos las mismas camisetas, ni nos unimos en ningún cántico en el templo.

Lo cual a mí, lo repito, me da cierta nostalgia. Echo de menos el calor de la multitud, la euforia de la unanimidad, el bienestar de sentirse víctima, revestida de dignidad, a la altura de Gandhi o Rosa Parks (sin por ello dejar de salir en televisión, cobrar un sueldo público y gobernar con la derecha). Pero es que la historia –sin ir más lejos, la del último medio siglo a muy pocos kilómetros de aquí, en el País Vasco: vean la magnífica novela Patria de Fernando Aramburu– nos muestra, ay, con cuánta facilidad el calor de la multitud y la convicción de superiorid­ad moral terminan provocando irreparabl­es desastres.

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