La Vanguardia

Los perros más guapos

- FREDERIC BALLELL / IMAGEN CEDIDA POR EL ARXIU FOTOGRÀFIC DE BARCELONA LLUÍS PERMANYER

El Turó Park fue durante los primeros años un espacio enorme dedicado al esparcimie­nto y la diversión. Desde su apertura, a finales de la primavera de 1912, ya mereció una popularida­d insospecha­da.

Tenía su mérito, habida cuenta de que quedaba muy lejos del centro vital de la ciudad y sabida la pereza que embargaba a los barcelones­es cuando se trataba de algo que no pillaba muy cerca. Hay que tener en cuenta que para llegar hasta el Turó Park no había entonces otro medio que el carruaje, pues el automóvil todavía era una rareza en manos de unos pocos extravagan­tes.

Los primeros que se habían atrevido eran los socios del Real Club de Polo, que en 1909 se mudaron a Can Ràbia, un terreno vecino. Y no resultó un fiasco, sino más bien todo lo contrario.

A poco de haber transforma­do la finca, que era propiedad de la familia Bertrand-Girona, ya se percibía que los ciudadanos le rendían visita y mostraban curiosidad. Fuerza era reconocer que el gestor del Turó Park demostró un acierto innegable a la hora de convertir la novedad en un cúmulo de tentacione­s lúdicas. Hoy nos puede parecer todo bastante ingenuo, pero en aquel entonces no se exigían grandes emociones, y cualquier novedad tenía la fuerza más que suficiente para romper la monotonía que imperaba en la vida diaria.

Así pues, en un enorme espacio dignamente ajardinado amén de un restaurant­e, un bar, un teatrillo con payasos y demás, se alzaba un globo aerostátic­o, un tiovivo, un carrusel, un tobogán acuático y pista de patinaje.

Eran atraccione­s fijas que alternaban con toda suerte de concursos, algunos sabidos, como los de muñecas o perros, mientras que otros no dejaban de sorprender, como el de bebés. Para acceder había que pagar 25 céntimos. También se impuso como lugar para fiestas y verbenas.

La fotografía ilustra el concurso canino que se convocó ya a renglón seguido de la inauguraci­ón. Era una excusa para que la gente menuda y las señoras lucieran su particular interpreta­ción de la elegancia. No cabe llevarse a engaño, pues en este caso por lo menos los verdaderos concursant­es eran los canes.

El público y los participan­tes se quedaron boquiabier­tos, al enterarse de la resolución tomada por el jurado, formado por unos barbas venerables con la intención de infundir respeto.

Se hizo saber al distinguid­o público que renunciaba­n a escoger los mejores, pues al haber tan pocos trofeos, se veían incapaces de distinguir a cuántos formidable­s perros de raza de veras lo merecían. Argumentar­on que no había tiempo para reorganiza­r el concurso y resolviero­n que lo más sensato era aplazar la competició­n hasta otoño. Y precisaron que con antelación se daría a conocer el reglamento.

Así pues, hasta pronto.

En el concurso de belleza perruna, el jurado sorprendió con una decisión polémica

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La fotografía puede inducir a error: aquí son los perros los que presumen de guapos
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