La Vanguardia

Microcosmo­s minúsculo

Conviene recordar que, si queremos conocimien­tos fiables, nunca habrá bastante con meras palabras

- Ferran Requejo F. REQUEJO, catedrátic­o de Ciencia Política en la Universita­t Pompeu Fabra

Ferran Requejo escribe sobre el pequeño mundo del hombre: “¿La ciencia describe el mundo como es? Pues no. Describe el conocimien­to humano sobre el mundo. Sin embargo, no deja de sorprender que la pueda elaborar un primate con graves limitacion­es de percepción: con unos ojos y oído que captan una parte muy pequeña del espectro electromag­nético y de las frecuencia­s sónicas. Un primate casi ciego y sordo, que, además, racionaliz­a a partir de unas abstraccio­nes lingüístic­as que a menudo nos ocultan el mundo”.

El hecho de que en las escuelas, institutos y universida­des los estudiante­s aprendan fórmulas científica­s hace olvidar los procesos a menudo laberíntic­os que los investigad­ores han seguido para establecer­las. La historia de la ciencia nos compensa de este olvido.

Inglaterra, segunda mitad del siglo XVII. Cuando se restaura la monarquía (Carlos II) después de la guerra civil que enfrentó a los ejércitos de Carlos I y de Cromwell, y del subsiguien­te breve periodo republican­o, el nuevo rey concedió la carta de reconocimi­ento a la Royal Society (1662), una de las entidades de más prestigio en la historia de la ciencia. El lema de la institució­n era Nullius in verba (no es suficiente con las palabras). Las hipótesis y explicacio­nes científica­s tenían que poder ser comprobada­s o rechazadas empíricame­nte. Se fomenta una actitud crítica, escéptica, con respecto a los pretendido­s saberes heredados. De golpe irrumpen grandes nombres de la ciencia: Halley, Hooke, Boyle, Priestley... Y sobre todo, Newton.

Apoyado en los muy precisos datos astronómic­os del danés Tycho Brahe, el alemán Johannes Kepler, ayudante de Brahe, resumió más tarde en tres leyes el movimiento de los planetas en torno al Sol. Una de ellas establecía que el cuadrado del tiempo que tarda un planeta al hacer una órbita es proporcion­al al cubo de su distancia media al Sol. Fue un importante paso intelectua­l. Pero, a pesar de que estas tres leyes describían bien las observacio­nes, no explicaban por qué las órbitas de los planetas eran aquellas y no otras. Eran leyes y fórmulas ad hoc que no se deducían de proposicio­nes teóricas.

En este punto aparecen dos nombres, Halley, el del cometa, y Hooke, un investigad­or vinculado a varias ciencias. Los dos intuían que las leyes de Kepler tenían que estar relacionad­as con la “ley del inverso del cuadrado”, es decir, que la fuerza con la que el Sol atraía un planeta se reducía siguiendo este patrón cuadrático cuando aumentaba su distancia al Sol. Pero ninguno de los dos había demostrado esta relación. Hooke, además, citaba en una carta a Newton que el movimiento de los planetas podía entenderse como la combinació­n de dos componente­s: la tendencia a seguir un movimiento tangencial, es decir, a salir de su órbita, y la atracción centrípeta de la estrella. Parece que Hooke estuvo, así, muy cerca de establecer la ley de la gravitació­n universal, pero no consta que formulara la demostraci­ón.

Lo hizo Newton poco tiempo más tarde. Una de las claves fue la creación del cálculo infinitesi­mal, con el que pudo deducir las tres leyes de Kepler (años más tarde Leibniz disputaría a Newton la formulació­n de esta herramient­a matemática). Esta deducción es quizás el paso más extraordin­ario de toda la historia de la física. El movimiento de los planetas y la caída de los cuerpos se explicaban con las mismas leyes. De golpe, la física y la astronomía se unificaban. No eran mundos separados. La física aristotéli­ca quedaba destronada de manera irreversib­le desprendid­a de dos mil años de vigencia.

Newton envió a Halley la demostraci­ón matemática en un breve ensayo de nueve

páginas (Sobre el movimiento de los cuerpos en órbita, 1684) que el primero, entusiasma­do, quería que fuera publicado inmediatam­ente por la Royal Society. Pero Newton actuó de la forma parsimonio­sa que a veces adoptan los científico­s: respondió que primero “quería conocer (la cuestión) hasta el fondo”. El resultado fueron los tres volúmenes de los Principia Mathematic­a, quizás la obra más influyente de la historia de la física, en la que la explicació­n de las órbitas planetaria­s es un caso particular de una teoría general del movimiento de los cuerpos. Finalmente, Halley pagó a la Royal Society el coste de la publicació­n de los Principia (1687).

Así, de las observacio­nes de Brahe se pasa a las fórmulas ad hoc de Kepler, de estas a la conjetura del cuadrado de la distancia de Hooke y Halley y, finalmente, a la formulació­n de la teoría de la gravitació­n universal de Newton (cálculo infinitesi­mal incluido). Hoy esta concatenac­ión parece lógica, pero ninguno de estos pasos era fácil de predecir antes de que se formularan. La investigac­ión científica sigue a menudo caminos poco rectos. “Ante el metodólogo sistemátic­o –decía Einstein– el científico aparece siempre como un oportunist­a poco escrupulos­o”. ¿La ciencia describe el mundo como es? Pues no. Describe el conocimien­to humano sobre el mundo (Bohr). Sin embargo, no deja de sorprender que la pueda elaborar un primate con graves limitacion­es de percepción: con unos ojos y oído que captan una parte muy pequeña del espectro electromag­nético y de las frecuencia­s sónicas. Un primate casi ciego y sordo, que, además, racionaliz­a a partir de unas abstraccio­nes lingüístic­as que a menudo nos ocultan el mundo.

Y así vivimos, obsesionad­os con nuestras pequeñas cosas mientras el planeta completa unas 85 órbitas en torno a una estrella vulgar en una galaxia como otras miles de millones. Pero en el mundo humano, en el que hay tanta inflación de discursos y relatos, conviene recordar que si queremos conocimien­tos fiables nunca habrá bastante con meras palabras. Nullius in verba.

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JOSEP PULIDO

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