La Vanguardia

Noche loca en el tren

La prosa de Pérez Zúñiga me había arrebatado la conciencia unas ocho paradas y treinta minutos

- Clara Sanchis Mira

La otra noche se mezcló la autenticid­ad de una novela con la ficción de mi vida real. La cosa me dejó en un estado de existencia poco fiable, del que aún me estoy recuperand­o. La veracidad de la novela era tan radical, que la famosa relativida­d del tiempo se excitó, hasta crear un agujero negro. Que me engulló. Los 28 minutos que tantos días me devuelven a casa en tren por el secarral mesetario se disolviero­n en mi mente, que en realidad viajaba por la Italia de 1700 con La fuga

del maestro Tartini. Las novelas de Ernesto Pérez Zúñiga son así de peligrosas. Pierdes la noción de ti mismo, y desaparece­s. Diría que el propio Ernesto desaparece en su obra. Su prosa es tan pura que se vuelve transparen­te. Como esas aguas cristalina­s que sólo traslucen el fondo del riachuelo; no ves al autor por ninguna parte. Literatura en estado puro, existen sólo los personajes y los lugares que habitan. Punto. No hay nada ni nadie más.

Así, libro en mano, se me fue la cabeza. Y el resto. Porque mi cuerpo conoce este trayecto hasta casa como un perro. Sin necesidad de mirar la hora, ni los rótulos –la megafonía no funciona por naturaleza–, mi cuerpo amaestrado nota que llega a su estación, y se incorpora del asiento por su cuenta. Pero la otra noche, ese libro que creía estar devorando me devoró a mí. Apenas un hilo de mi sustancia asistía, en vilo, a una batalla musical entre dos violinista­s rivales del siglo XVIII, que se dejan el alma con golpes de arco. Fue el corte de luz que me impidió seguir leyendo, y ninguna otra cosa, lo que me hizo levantar la cabeza. Pensé que se trataba de un apagón de esos que suceden a mitad camino, hasta que vi que no había nadie a mi alrededor. Me incorporé aturdida y, en la penumbra, alcancé a vislumbrar, a un lado y otro, la longitud del vientre de oruga en que me encontraba. Y entendí que estaba sola. ¿Cuándo se habían volatiliza­do los demás viajeros? El tren estaba vacío. Apagado y quieto como un muerto. Comprobé que las puertas estaban cerradas y los sistemas de apertura desconecta­dos. Miré por la ventanilla y no reconocí la estación, desierta y oscura. La luz de una farola me dejó ver un letrero que aclaró mi situación. La prosa de Pérez Zúñiga me había arrebatado la conciencia unas ocho paradas y treinta minutos, hasta dejarme tirada y encerrada en el fin de trayecto del último tren nocturno. Grité y golpeé alguna puerta, con pocas ganas. Como si no llevara móvil, fabulé con la idea de pasar la noche acurrucada en el vientre de la oruga, con páginas suficiente­s para fugarme a la Italia musical de 1700 hasta el amanecer. Pero una mujer del servicio de limpieza estropeó el plan. Hay que poner un poco de atención en las cosas, dijo, abriendo la puerta con cara de malas pulgas, furiosa de realidad. Pensé si pasarle el libro.

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