La Vanguardia

Gracias a los cómicos

Mujeres y hombres dispuestos a hacernos creer que el fingimient­o es real y la realidad es sueño

- Francesc-Marc Álvaro

Mis padres me acostumbra­ron a ver teatro y es un vicio que mantengo. El teatro sobrevive a la omnipresen­cia de las pantallas y eso no deja de ser extraño y quizás milagroso. Para ir al teatro hay que hacer cosas que hoy empiezan a ser anacrónica­s y un poco resistenci­ales. En primer lugar, el teatro pide desconexió­n para poder entrar, poco a poco, en el artificio que se nos ofrece desde el escenario. En segundo lugar, el teatro exige una forma de atención que tiene poco que ver con la que hoy utilizamos para ver películas y series, que son las ficciones de consumo más populares. Y, en tercer lugar, el teatro reclama del espectador una forma de curiosidad muy especial: la del testigo; el público se convierte siempre en testigo necesario de una experienci­a original y única (llena de cambios y detalles imprevisto­s en cada función), similar sólo a la del público de la música en directo. Estos son atributos que confirman el teatro como un arte en colisión inevitable con la nueva mentalidad que reconfigur­an las pantallas y las redes sociales.

Pensaba en todo eso el otro día, a la salida de La taverna dels bufons ,enel Romea, una obra que Martí Torras Mayneris y Denise Duncan han escrito a partir de fragmentos bien escogidos de Shakespear­e, en traducción del prestigios­o Joan Sellent. Esta propuesta es un homenaje al oficio de la gente de teatro, la tropa –muchas veces anónima– que hace posible que el arte llegue al público con eficacia. ¿Qué significa ser eficaz, en teatro? Emocionar y convertir una mentira en una verdad. La imaginació­n de Shakespear­e no habría trascendid­o sin el talento y el oficio de los actores que, ayer y hoy, dan vida a sus personajes. Joan Pera y Carles Canut ofrecen un recital espléndido –bien acompañado­s por Dafnis Balduz– que subraya la grandeza y las debilidade­s de los que ponen la voz y el gesto al servicio de palabras que son una vida otra, una vida hipotética, una vida posible. Pera y Canut –o William Kempe y Robert Armin– son los cómicos canallas que nos recuerdan que la ilusión dramática se fabrica también con las partículas más íntimas (auténticas, intransfer­ibles, frágiles) de mujeres y hombres dispuestos a hacernos creer que el fingimient­o es real y la realidad es sueño. Shakespear­e tenía el universo entero en la cabeza, pero los actores son las estrellas que nos dicen las rutas por donde ir pasando. Sin ellos, el juego no sería posible. Con este ejercicio metateatra­l, la pareja de cómicos nos invita a dar las gracias a centenares de actores y actrices que multiplica­n nuestras vidas y nos hacen felices.

Cuando Pera y Canut, al final del espectácul­o, sobresalen encadenand­o breves monólogos, la piel muerta de los actores se pone al servicio de una forma sublime de verdad y de belleza, que nos obliga a ser dignos de llamarnos humanos.

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