Éxtasis musical (y fílmico)
La ciudad de las estrellas: La La Land Dirección: Damien Chazelle Intérpretes: Ryan Gosling, Emma Stone, John Legend, Rosemarie DeWitt Producción: EE.UU., 2016. Duración: 128 minutos. Musical.
La ciudad de las estrellas: La La
Land viene a celebrar, con pasión incendiaria, la memoria del cine musical clásico, concretamente la del musical romántico en colores exaltados de Stanley Donen y Gene Kelly (hay un número alegre y electrificado que recuerda el fragmento broadwayano de Cantando
bajo la lluvia, y cuando el romance pulsa la nota melancólica, los ecos de Siempre hace buen tiempo se disparan), Vincente Minnelli (el intimismo del pas à deux de los formidables Ryan Gosling y Emma Stone es deudor de Fred Astaire y Cyd Charisse en la película cuyo tema central, That’s entertainment , es lema central para Damien Chazelle) y, abanderando el conjunto, el inimitable aunque muchas veces imitado, pero nunca tan bien como aquí, Jacques Demy, presente en toda su dimensión ya en la escena inicial, un virtuoso plano secuencia en un atasco de coches que tiene el perfume, el encanto, la alada vibración de Las señoritas de Rochefort y en la que Chazelle pone sobre el tapete su irrenunciable derecho a sobrecargar el pastel sin temor a caer en la cursilería.
La película de Chazelle, también un canto de amor al jazz (más dócil, claro está, que en Whiplash), es uno de esos musicales que han ido manteniendo encendida la antorcha del género concluida su edad de oro. Godard se anticipó en eso con Une femme est une femme. Habrá un par de docenas más: Pennies from heaven, Todos dicen I Love You, Alto bajo frágil… Pero Chazelle tiene el detalle de ir un paso más allá y celebrar no sólo el musical, sino el cine tout court: la broma metalingüística sobre el Cinemascope que abre la fiesta (Frank Tashlin hizo algo muy parecido en
The girl can’t help it) y la inclusión en la trama de Rebelde sin causa, una de las películas que mejor usaron ese formato, con su bello homenaje a la secuencia del planetario, multiplican el placer del espectador ante este acto de amor y de fe en la magia de la pantalla, muy especialmente materializado en esos minutos finales donde el prestidigitador Chazelle reformula su propia película.