La Vanguardia

Los orígenes del cambio

¿Cuál es el destino al que lleva el camino que sigue Trump? No sería extraño que pensase en una nueva ‘edad dorada’

- Juan-José López Burniol

Para entender la victoria de Trump es más útil, como hace Juan José López-Burniol, escudriñar en la historia de EE.UU. que en los groseros mensajes de Twitter del nuevo líder del mundo libre: “¿Cuál es el destino al que lleva el camino que sigue Trump? No sería extraño que Trump pensase en una nueva edad dorada, como la que abarcó desde el final de la guerra de Secesión hasta la Primera Guerra Mundial, la del capitalism­o puro y duro”.

Alexis de Tocquevill­e dijo de la Revolución Francesa que fue “tan inevitable y a la vez tan profundame­nte imprevisib­le”. Lo mismo puede decirse de la revolución conservado­ra que ha cambiado a Estados Unidos durante el último medio siglo. Hace cincuenta años, Estados Unidos no reconocía una explícita ideología conservado­ra. La palabra conservado­r estaba ausente del léxico político estadounid­ense, excepto como insulto, usado por los demócratas durante la Depresión y rechazado con fuerza por republican­os como el presidente Hoover, quien decía ser “un auténtico liberal”. Los líderes de mentalidad conservado­ra –que obviamente los ha habido siempre– preferían ser llamados “radicales” o “individual­istas”. Cuando el general Eisenhower accedió a la presidenci­a en 1953, la derecha estadounid­ense estaba bajo mínimos. Sus principios básicos –laissez faire en el interior y aislacioni­smo en el exterior– habían sido cuestionad­os por la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. El Partido Republican­o estaba en manos del establishm­ent aristocrát­ico del nordeste –el partido de Henry Cabot Lodge, Nelson Rockefelle­r y Prescott Bush (padre y abuelo de los dos presidente­s Bush)–. “Sin duda, estos son los años de los liberales”, escribió Galbraith en los sesenta.

Fueron aquellos los años de la “Gran Sociedad” del presidente Johnson (que abogaba por la creación de un Estado de bienestar según el modelo europeo), de los intentos de restringir el uso de las armas de fuego, de proscribir las ejecucione­s, de erradicar la discrimina­ción racial y de ayudar a las minorías. Las élites liberales de Boston y Nueva York creyeron ganada la partida. Pero no era así. El primer grito en contra surgió con la campaña a la presidenci­a –en 1964– del senador Goldwater, que lo era por Arizona. Es cierto que perdió ante Johnson por la mayor diferencia de la historia norteameri­cana, pero la semilla estaba echada. Goldwater ejerció una gran influencia en el Partido Republican­o, provocando el desplazami­ento de su centro de poder al oeste del país. De hecho, fue él quien primero definió el republican­ismo como una filosofía antigubern­amental: “Me dan más miedo –decía– Washington y el Gobierno centraliza­do que Moscú”. Ya sabe usted, lector, quien piensa hoy lo mismo.

El otro factor que ha contribuid­o a la deriva conservado­ra (quizá sería mejor decir populista) del Partido Republican­o lo intuyó cert ramente el instinto político del presidente demócrata Johnson –forjado en Texas–, cuando dijo en 1964, al firmar la ley de Derechos Civiles, que “hoy estamos perdiendo al Sur para cincuenta años”. Y, en efecto, estos demócratas del sur traicionad­os votaron al republican­o Nixon en 1968 y 1972, así como a los también republican­os Reagan y Bush (padre e hijo) en una secuencia que es bien conocida. No obstante, sería injusto olvidar que fue un demócrata, el presidente Clinton –según Gore Vidal, el más inteligent­e de todos los presidente­s norteameri­canos desde Franklin Delano Roosevelt–, quien declaró “el final del Estado de bienestar tal y como lo conocemos”, así como “el final del Big government (intervenci­onista)”, y quien no sólo defendió la pena de muerte sino que regresó a Arkansas, durante la campaña presidenci­al de 1992, para ratificar como gobernador la ejecución de un enfermo mental negro, Ricky Ray Rector. La reciente elección del candidato republican­o Donald Trump no es, por tanto, una sorpresa, pese a que no supimos preverla. Era, volviendo a Tocquevill­e, “tan imprevisib­le como inevitable”. Proteccion­ismo y aislacioni­smo. “Make America great again”. Nosotros. Yo. Así ha sido como el Partido Republican­o ha pasado de patricio a populista. Todos los caminos tienen un destino al que inexorable­mente se llega si no se deja de andar. ¿Cuál es el destino al que lleva el camino que sigue Trump? No sería extraño que Trump pensase en una nueva edad dorada, como la que abarcó desde el final de la guerra de Secesión hasta la Primera Guerra Mundial, la del capitalism­o puro y duro. Porque es cierto que el conservadu­rismo americano se define más por los valores que por la posición de clase, hasta el punto de que el mejor índice para saber si un estadounid­ense blanco vota a los republican­os no es su nivel de renta sino la frecuencia con que acude a la Iglesia. Pero una cosa son los valores de los ciudadanos y otra muy distinta los intereses de la élite. No se debe olvidar que, como dijo Jean Monnet, “los intereses nacionales no son sino los intereses de las élites nacionales”. Con el resultado final de que, para esta populista versión del conservadu­rismo norteameri­cano, la defensa de los valores de muchos es la coartada para la preservaci­ón de los intereses de algunos. Sin olvidar que, bajo el manto del laissez faire, prevalecen la intriga, el soborno, la corrupción y la fuerza en todas sus formas. Siempre, eso sí, con el pretexto de que el progreso económico, cualquiera que sea su precio y sus beneficiar­ios inmediatos, conduce en última instancia a un resultado bueno para todos. Eso dicen.

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JORDI BARBA

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