Coartada
Trump se mofa de la corrección política y no se preocupa por ser correcto, ni política ni personalmente
Con los adjetivos y con los adverbios se pueden hacer maravillas. Decir que una cosa es correcta, por ejemplo, significa que está bien, que estamos conformes, que de acuerdo. Pero si decimos que es teóricamente correcta ya estamos diciendo otra cosa. Estamos diciendo que, en realidad, no es correcta, que puede parecerlo sobre el papel pero que no lo es. Y, bajo mano, estamos añadiendo que la persona que sostiene que es correcta es un ratón de biblioteca, una persona distanciada de la realidad, que no ve las cosas como son. Como si nada, la estamos descalificando, la estamos acusando de no tener los pies en el suelo.
Este poder de transformación de los adjetivos y de los adverbios se observa todavía con más claridad cuando hablamos de si una idea es o no políticamente correcta. Pongamos que alguien sostiene –por ejemplo– que los inmigrantes no son ninguna carga especial para la Seguridad Social, porque suelen llegar solos, sin sus familias, de modo que la proporción entre trabajadores y personas a su cargo es más baja entre los inmigrantes que entre la población general.
Si el interlocutor le reprocha que defiende esta tesis porque es políticamente correcta, ¿qué le está diciendo? Pues está afirmando de una forma indirecta que se equivoca, pero en vez de aportar datos para probarlo –no los encontraría–, lo descalifica dando a entender que él sabe perfectamente que lo que dice no es verdad y que sólo lo dice por temor a que los guardianes de la corrección política se le echen encima. Es decir, le está acusando de no atreverse a decir lo que piensa, de no tener el coraje de reconocer lo que se supone que todos sabemos, aunque no sea políticamente correcto admitirlo.
La gracia del asunto es que el concepto de corrección política apareció en los años setenta y ochenta como una forma irónica de frenar los excesos dogmáticos de la lucha contra el racismo y el machismo. Sólo lo utilizaban personas de izquierdas de los círculos intelectuales. Pero ha mutado y –mira por dónde– se ha convertido en un instrumento clave de esta forma de populismo y de neoconservadurismo extremo que en Estados Unidos recibe el nombre de derecha alternativa, que lo utiliza para atacar todas las formas de progresismo.
Como ha explicado Moira Weigel en The Guardian, uno de los pioneros de esta transformación fue, en 1990, un periodista del The New York Times, Richard Bernstein, que, en un artículo titulado “La hegemonía creciente de la corrección política”, advirtió que las universidades norteamericanas eran víctimas de una intolerancia creciente y que había cada vez más presión para que todos los estudiantes se sometieran sin debate a un conjunto de opiniones supuestamente correctas sobre feminismo, racismo, cultura, ecología, etcétera.
Se empezó a hablar de censura, de la existencia de una policía del pensamiento, de un nuevo fundamentalismo, siempre en el marco de la crítica de ciertas formas de activismo izquierdista en las universidades norteamericanas. Se comparaba la corrección política con el maccarthismo de los años cincuenta. Richard Bernstein amplió su artículo en un libro titulado La dictadura de la virtud: el multiculturalismo y la batalla para el futuro de América, en el que aún iba más lejos y equiparaba el clima intelectual de los campus estadounidenses con el reinado del terror después de la Revolución Francesa.
Poco a poco, esta mutación del concepto abandonó los círculos universitarios y fue ganando terreno en el debate público. La derecha se lo apropió para disparar contra todo lo que le interesaba sin tener que hacer uso de demasiada munición intelectual. Se convirtió en una forma de criptopolítica, de hacer política sin que lo pareciera.
Hoy, denunciar la corrección política es una manera de darse permiso para ser racista, machista, xenófobo, homófobo y reaccionario a través de la descalificación universal de todos los que lo desaprueban. Se supone que el pensamiento políticamente correcto es propio de unos perezosos que no quieren poner a funcionar las neuronas y que repiten sin reflexión ni sentido crítico los dogmas del pensamiento progresista habitual. Pero suele ser al revés. En realidad, los perezosos de verdad son los que se escudan en la incorrección política para no tener que argumentar lo que dicen.
Un concepto que nació como una denuncia de ciertas formas de ortodoxia progresista se ha convertido en un arma de los populistas. Quien mejor se sirve de él es Donald Trump, que se mofa de la corrección política siempre que puede y que, como vimos en su conferencia de prensa del miércoles, no se preocupa en absoluto por ser correcto, ni políticamente ni personalmente. Ha encontrado en la burla de la corrección política una bandera para atacar a una supuesta élite liberal y progresista en nombre de la gente corriente y una forma de presentarse como un hombre que no teme decir lo que piensa. Es decir, una coartada para despacharse con las barbaridades que todos sabemos.